(Nota biográfica)
Augusto
Vicent Theodore Spies, nació en Laudeck, Hesse, en 1855. Fue a los
Estados Unidos en 1872 y a Chicago en 1873, trabajando en su oficio de
impresor. En 1875 se interesó mucho por las teorías socialistas; dos
años más tarde ingresó en el Partido Socialista y fue redactor del
periódico Arbeiter Zeitung en
1880; poco tiempo después sucedió a Paul Grottkan como director del
periódico, cuyo cargo desempeñó con gran actividad hasta el día que fue
detenido. Desde aquella época (1880) se reconoció en él a uno de los más
inteligentes propagandistas de las ideas revolucionarias. Era un
ardiente orador, y con frecuencia se le invitaba a hablar en los mitines
obreros de las principales ciudades de Illinois.
DISCURSO
Al
dirigirme a este tribunal lo hago como representante de una clase
enfrente de los de otra clase enemiga, y empezaré con las mismas
palabras que un personaje veneciano pronunció hace cinco siglos ante el Consejo de los Diez en ocasión semejante:
Mi defensa es vuesIra acusación; mis pretendidos crímenes son vuestra historia.
Se me acusa de complicidad en un asesinato y se me condena, a pesar de
no presentar el Ministerio Público prueba alguna de que yo conozca al
que arrojó la bomba ni siquiera de que en tal asunto haya tenido
intervención alguna. Sólo el testimonio del procurador del Estado y de
Bonfield y las contradictorias declaraciones de Thomson y de Gilmer,
testigos pagados por la policía, pueden hacerme pasar como criminal. Y
si no existe un hecho que pruebe mi participación o mi responsabilidad
en el asunto de la bomba, el veredicto y su ejecución no son más que un
crimen maquiavélicamente combinado y fríamente ejecutado, como tantos
otros que registra la historia de las persecuciones políticas y
religiosas. Se han cometido muchos crímenes jurídicos aún obrando de
buena fe los representantes del Estado, creyendo realmente delincuentes a
los sentenciados. En esta ocasión ni esa excusa existe. Por sí mismos
los representantes del Estado han fabricado la mayor parte de los
testimonios, y han elegido un jurado vicioso en su origen. Ante este
tribunal, ante el público, yo acuso al Procurador del Estado y a
Bonfield de conspiración infame para asesinarnos.
Referiré
un incidente que arrojará bastante luz sobre la cuestión. La tarde del
mitin de Haymarket, encontre a eso de las ocho a un tal Legner. Este
joven me acompañó, no dejándome hasta el momento que bajé de la tribuna,
unos cuantos segundos antes de estallar la bomba. El sabe que no vi a Schwab
aquella tarde. Sabe también que no tuve la conversación que me atribuye
Thomson. Sabe que no baje de la tribuna para encender la mecha de la
bomba. ¿Por qué los honorables representantes del Estado, Grinnell y
Bonfield, rechazan a este testigo que nada tiene de socialista? Porque
probaría el perjurio de Thomson y la falsedad de Gilmer. El nombre de
Legner estaba en la lista de los testigos presentados por el Ministerio
Público. No fue, sin embargo, citado, y, la razón es obvia. Se le
ofrecieron 500 duros porque abandonase la población, y rechazó indignado
el ofrecimiento. Cuando yo preguntaba por Legner nadie sabía de él; ¡el
honorable, el honorabilísimo Grinnell me contestaba que él mismo lo
había buscado sin conseguir encontrarle! Tres semanas después supe que
aquel joven había sido conducido por dos policías a Buffalo, Nueva York.
¡Juzgad quiénes son los asesinos!
Si
yo hubiera arrojado la bomba o hubiera sido causa de que se arrojara, o
hubiera siquiera sabido algo de ello, no vacilaría en afirmarlo aquí.
Cierto que murieron algunos hombres y fueron heridos otros más. ¡Pero
así se salvó la vida a centenares de pacíficos ciudadanos! Por esa
bomba, en lugar de centenares de viudas y de huérfanos, no hay hoy más
que unas cuantas vidas y algunos huérfanos.
Más, decís, habéis publicado artículos sobre la fabricación de dinamita. Y bien; todos los periódicos los han publicado, entre ellos los titulados Tribune y Times, de donde yo los trasladé, en algunas ocasiones, al Arbeiter Zeitung. ¿Por qué no traéis a la barra a los editores de aquellos periódicos?
Me
acusáis también de no ser ciudadano de este país. Resido aquí hace
tanto tiempo como Grinnell, y soy tan buen ciudadano como él, cuando
menos, aunque no quisiera ser comparado con tal personaje.
Grinnell ha apelado innecesariamente al patriotismo del jurado, y yo voy a contestarle con las palabras de un literato inglés: ¡EI patriotismo es el último refugio de los infames!
¿Qué hemos dicho en nuestros discursos y en nuestros escritos? Hemos
explicado al pueblo sus condiciones y relaciones sociales; le hemos
hecho ver los fenómenos sociales y las circunstancias y leyes bajo las
cuales se desenvuelven; por medio de la investigación científica hemos
probado hasta la saciedad que el sistema del salario es la causa de
todas las iniquidades tan monstruosas que claman al cielo.
Nosotros hemos dicho además que el sistema del salario, como forma
específica del desenvolvimiento social, habría de dejar paso, por
necesidad lógica, a formas más elevadas de civilización; que dicho
sistema preparaba el camino y favorecía la fundación de un sistema
cooperativo universal, que tal es el SOCIALISMO.
Que tal o cual teoría, tal o cual diseño de mejoramiento futuro, no
eran materia de elección, sino de necesidad histórica, y que para
nosotros la tendencia del progreso era la del ANARQUISMO,
esto es, la de una sociedad libre sin clases ni gobernantes, una
sociedad de soberanos en la que la libertad y la igualdad económica de
todos produciría un equilibrio estable como base y condición del orden
natural.
Grinnell
ha dicho repetidas veces que es la anarquía la que se trata de
sojuzgar. Pues bien; la teoría anarquista pertenece a la filosofía
especulativa. Nada se habló de la anarquía en el mitin de Haymarket. En este mitin sólo se trató de la reducción de horas de trabajo. Pero insistid: ¡Es la anarquía la que se juzga! Si así es, por vuestro honor, que me agrada: yo me sentencio porque soy anarquista.
Yo creo, como Buckle, como Paine, como Jefferson, como Emerson y
Spencer y muchos otros grandes pensadores del siglo, que el estado de
castas y de clases, el estado donde unas clases viven a expensas del
trabajo de otra clase -a lo cual llamáis orden-, yo
creo, sí, que esta bárbara forma de la organización social, con sus
robos y sus asesinatos legales, está próxima a desaparecer y dejará
pronto paso a una sociedad libre, a la asociación voluntaria o hermandad
universal, si lo preferís. ¡Podéis, pues, sentenciarme, honorable juez, pero
que al menos se sepa que en Illinois ocho hombres fueron sentenciados a
muerte por creer en un bienestar futuro, por no perder la fe en el
último triunfo de la Libertad y de la Justicia!
Nosotros
hemos predicado el empleo de la dinamita. Sí; nosotros hemos propagado
lo que la historia enseña, que las clases gobernantes actuales no han de
prestar más atención que su predecesoras a la poderosa voz de la razón,
que aquéllas apelarán a la fuerza bruta para detener la rápida carrera
del progreso. ¿Es o no verdad lo que hemos dicho?
Grinnell ha repetido varias veces que está en un país adelantado. ¡El veredicto corrobora tal aserto!
Este
veredicto lanzado contra nosotros es el anatema de las clases ricas
sobre sus expoliadas víctimas, el inmenso ejército de los asalariados.
Pero si creéis que ahorcándonos podéis contener el movimiento obrero,
ese movimiento constante en que se agitan millones de hombres que viven
en la miseria, los esclavos del salario; si esperáis salvación y lo
creéis, ¡ahorcadnos ...! Aquí os halláis sobre un volcán, y allá y
acullá y debajo y al lado y en todas partes fermenta la Revolución. Es
un fuego subterráneo que todo lo mina. Vosotros no podéis entender
esto. No créis en las artes diabólicas como nuestros antecesores, pero
creéis en las conspiraciones, creéis que todo esto es la obra de los
conspiradores. Os asemejáis al niño que busca su imagen detrás del espejo. Lo que veis en nuestro movimiento, lo que os asusta, es el reflejo de vuestra maligna conciencia.
¿Queréis destruir a los agitadores? Pues aniquilad a los patronos que
amasan sus fortunas con el trabajo de los obreros, acabad con los
terratenientes que amontonan sus tesoros con las rentas que arrancan a
los miserables y escuálidos labradores, suprimid las máquinas que
revolucionan la industria y la agricultura, que multiplican la
producción, arruinan al productor y enriquecen a las naciones; mientras
el creador de todas esas cosas ande en medio, mientras el Estado
prevalezca, el hambre será el suplicio social. Suprimid el ferrocarril,
el telégrafo, el teléfono, la navegación y el vapor, suprimíos vosotros
mismos, porque excitáis el espíritu revolucionario ...
... ¡Vosotros y sólo vosotros sois los conspiradores y los agitadores!
Ya
he expuesto mis ideas. Ellas constituyen una parte de mí mismo. No
puedo prescindir de ellas, y aunque quisiera no podría. Y si pensáis que
habréis de aniquilar estas ideas, que ganan más y más terreno cada día,
mandándonos a la horca; si una vez más aplicáis la pena de muerte por
atreverse a decir la verdad -y os desafiamos a que demostréis que hemos
mentido alguna vez-, yo os digo: si la muerte es la
pena que imponéis por proclamar la verdad, entonces estoy dispuesto a
pagar tan costoso precio. ¡Ahorcadnos! La verdad crucificada en
Sócrates, en Crísto, en Giordano Bruno, en Juan de Huss, en Galileo,
vive todavía; éstos y otros muchos nos han precedido en el pasado.
¡Nosotros estamos prontos a seguirles!
El discurso de Spies,
interrumpido sin cesar por el juez, duró más de dos horas. Hablaba con
fervoroso entusiasmo y las interrupciones hacíanle más enérgico y
elocuente.
http://www.antorcha.net/biblioteca_virtual/historia/martires_chicago/5.html
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