Una vieja película de hace treinta años,
The Year of Living Dangerously (
El año que vivimos peligrosamente,
basada en una novela de Christopher Koch), presentaba, de forma
equívoca y tramposa, la Indonesia de 1965 inmersa en un supuesto intento
de golpe de Estado comunista contra el presidente Sukarno (el histórico
dirigente de la independencia), cuando, en realidad, fue el ejército
indonesio, dirigido por el general Suharto, y con el apoyo
norteamericano y la ayuda logística de la CIA, quien protagonizó un
sanguinario golpe de Estado que culminó con una matanza de dimensiones
aterradoras: todavía se discuten las cifras, pero la mayoría de fuentes
hablan de alrededor de un millón de militantes comunistas asesinados.
Además, fueron encarcelados más de un millón y medio de personas, entre
ellas, por citar alguna, el escritor comunista Pramoedya Ananta Toer, el
más célebre autor indonesio. En 1965, el Partido Comunista
Indonesio, PKI, tenía una gran implantación en el país: contaba con más
de tres millones de miembros y un enorme apoyo electoral, siendo el
partido comunista más fuerte y numeroso del mundo, tras el chino y el
soviético. Sus buenas relaciones con el gobierno de Sukarno y su
determinante influencia en el país lo situaron en el centro de las
preocupaciones de Washington y Londres. Tanto el gobierno británico del
laborista Harold Wilson como el norteamericano de Lyndon Johnson
impulsaron el golpe de Estado de Suharto, hasta el punto de que su
desarrollo fue planificado en Londres y Washington, cuyos gobiernos y
servicios secretos participaron incluso en la elaboración de listas de
relevantes miembros del Partido Comunista que debían ser asesinados: hoy
sabemos, por ejemplo, que el MI6 británico y la CIA facilitaron a los
militares indonesios una lista con cinco mil miembros destacados del
partido comunista que debían ser asesinados. No hubo límites para la
matanza. Aunque los militares de Suharto mataban a destajo, no era
suficiente: así, para “matar a todos los comunistas”, los militares
reclutaron también a criminales, asesinos, ladrones y delincuentes que
ayudaron en la orgía de sangre y muerte en que los matarifes sumergieron
a Indonesia.
Hoy, tres décadas después de aquella película, un documental (
The act of killing),
de Joshua Oppenheimer, vuelve a poner ante la mirada del mundo una de
las mayores matanzas de la historia contemporánea. Uno de los asesinos
confesos que aparece en él, Anwar Congo, tiene un destacado protagonismo
en el documental, y revela que mató a varios centenares de comunistas.
No muestra el más mínimo arrepentimiento, como los demás verdugos. Los
asesinos explican el problema que les causaba la abundancia de sangre:
manchaba todo, y olía mal, así que aprendieron a matar estrangulando a
las víctimas con alambre; ataban un extremo, envolvían el cuello de la
víctima, y el verdugo estiraba con un palo desde el otro extremo. No hay
pesar, ni dolor, en ellos: los asesinos se jactan de sus actos,
orgullosos, seguros de ser los héroes del país. Nunca se juzgaron los
hechos, jamás se puso a uno sólo de los asesinos ante un tribunal, nunca
se discutió la matanza en el país, y, todavía hoy, el gobierno de
Yakarta ignora las escasas reclamaciones de las víctimas porque el
recuerdo del horror está grabado a fuego en la memoria colectiva.
Las matanzas no eran una novedad en Indonesia. La administración
colonial holandesa ya persiguió y encarceló a los comunistas, antes de
la Segunda Guerra Mundial. Miles fueron arrojados a las prisiones.
Aunque las matanzas holandesas en 1945, para recuperar el control del
territorio, no pudieron impedir la liberación del país, se distinguieron
por su crueldad: el militar holandés Raymond Westerling destacó en la
represión feroz: distintas fuentes hablan de decenas de miles de
ejecuciones. También los bombardeos británicos y holandeses sobre la
población civil en Surabaya, en noviembre de 1945, causaron veinte mil
muertos.
Las viejas Indias holandesas habían tenido que ceder el
paso, en 1949, a la proclamación de la independencia de un gigantesco
rompecabezas. Sukarno declaró la independencia desde su propia casa.
Tras ella, la CIA comenzó a operar con grupos anticomunistas para
combatir al gobierno de Sukarno, una inestable coalición de diversas
fuerzas donde destacaba el Partido Comunista. El gobierno de Eisenhower
apoyó insurrecciones a finales de los años cincuenta, y, en octubre de
1965, cuando Suharto protagoniza el golpe de Estado (¡con el pretexto de
impedir un golpe comunista!), la colaboración de la embajada
norteamericana es patente: facilitan información, y suministran equipos
de comunicación e incluso armas. Está dirigida por Marshall Green, un
colaborador de John Foster Dulles, con experiencia diplomática tras
haber trabajado en Corea del Sur durante el golpe de Estado que llevó al
poder al general Park Chung Hee. Suharto y los militares se hacen con
el poder, aunque, en los primeros meses, mantienen a Sukarno en la
presidencia, con una función apenas decorativa. Todavía se desconocen
muchos detalles de la trama conspirativa por el silencio impuesto a la
matanza, que ha llevado a calificarla como “el genocidio oculto”, aunque
no hay dudas de la implicación estadounidense y británica, hasta el
punto de muchos comunistas serán asesinados en instalaciones de empresas
petrolíferas norteamericanas.
Washington apoyó también la
invasión de Timor oriental, con el acuerdo de Gerald Ford y Henry
Kissinger, que causó otra matanza de cien mil personas, asesinadas por
los militares indonesios. El
Nuevo Orden de Suharto, una feroz
dictadura, duraría más de treinta años, siempre con el apoyo
estadounidense, aunque Washington no dudaría en dejar caer al dictador
en mayo de 1998, a la vista de las protestas y del irremediable
hundimiento político de su protegido. Suharto jamás pagó por sus
crímenes, y murió, sin ser molestado, en 2008. Su régimen fue una
empresa de ladrones que saqueó el país, dejando además una cuantiosa
deuda, y que facilitó la codicia de las empresas multinacionales, que
causó tales estragos en la naturaleza que han destruido buena parte de
sus bosques y ríos. Las presidencias de Habibie (vicepresidente con
Suharto), del islamista Wahid, y de Megawati Sukarnoputri, hija de
Sukarno, dejaron paso, en 2004, a un general del ejército, Susilo
Bambang Yudhoyono, que nunca había manifestado la menor crítica a
Suharto y su régimen. En 2009, con apoyo islamista, Susilo (o SBY, como
es conocido en el país) fue reelegido por gran mayoría, con apoyo
islamista.
* * *
Indonesia, que
cuenta hoy con casi 250 millones de habitantes, es uno de los gigantes
del planeta, aunque su influencia política no guarde relación con su
tamaño. Es un universo de más de dieciocho mil islas, que se extiende a
lo largo de cinco mil kilómetros desde el Mar de Andamán hasta
Australia. Más de la mitad de la población tiene menos de treinta años, y
hace casi una década que Susilo Bambang Yudhoyono es presidente del
país. El Islam es ampliamente mayoritario: agrupa a más del ochenta por
ciento de la población, aunque Bali, por ejemplo, es budista. En Java,
el Islam parece amable, pero las persecuciones no están lejanas y los
odios religiosos no han desaparecido. Pese a todo, la convivencia entre
islamismo, budismo, cristianismo e hinduismo, además de otras religiones
menores, se mantiene. Durante la revuelta contra Suharto, en 1998, se
produjeron persecuciones y terribles asesinatos contra la minoría china,
asentada en el país desde hace siglos, en Yakarta, Solo y en otras
ciudades. Muchos comerciantes chinos vieron sus casas y sus negocios
arrasados, y, en el barrio chino de Glodok, cerca del viejo puerto de
Yakarta, los crímenes, la degollina y las violaciones se multiplicaron,
como si fueran los días de la matanza de comunistas de 1965, hasta el
punto de que muchas calles fueron arrasadas, y las casas quemadas en un
estallido de locura y de odio.
De las miles de islas, Java es la
más poblada, el corazón de Indonesia. De hecho, más de la mitad de la
población del país vive en ella, isla que tiene una extensión similar a
la de Grecia, convirtiéndose así en una de las zonas más densas del
mundo. La cultura javanesa articula la moderna idea de Indonesia, un
país, de hecho, creado por el movimiento de independencia contra
Holanda, donde confluirán el nacionalismo, el islamismo político y las
corrientes laicas como la representada por el Partido Comunista. Hoy,
conviven múltiples religiones, herencias culturales, idiomas y
tradiciones, y subsisten entidades políticas propias del pasado, como el
sultán de Yogyakarta, quien continúa desempeñando un papel relevante,
gracias a su apoyo a la rebelión contra los holandeses, de forma que,
tras la independencia, le fue reconocido un estatus especial y su
condición de gobernante vitalicio. Sri Sultan Hamengkubuwono IX, que
reinó hasta 1988, es recordado y honrado, como otros sultanes, en el
Kraton,
el palacio, en salas donde guardan cuadros representando a los
soberanos de Yogyakarta, pese a su evidente complicidad con la dictadura
fascista: bajo el dictador Suharto, Hamengkubuwono fue vicepresidente
del país. Su hijo gobierna hoy el sultanato, en una muestra de que los
herederos de la dictadura siguen controlando Indonesia.
Yakarta
se ahoga en el humazo pestilente de un tráfico enloquecido que devora a
una ciudad de diez o doce millones de habitantes (dicen, ni siquiera el
gobierno lo sabe con exactitud). Gigantescas autopistas atraviesan la
urbe, como si fueran cicatrices profundas grabadas en su cuerpo por un
dios cruel. Es una ciudad dura, inhóspita, que ni siquiera cuenta con
agua potable, como muchas de las ciudades indonesias, de manera que los
visitantes son advertidos en los hoteles de los peligros que corren. El
viejo puerto de Yakarta, en Pelabuhan Sunda Kelapa, conserva muchas
goletas de madera, como en el siglo XIX, que continúan utilizándose, y
sus cargamentos siguen siendo desembarcados por sudorosos estibadores
semidesnudos que acarrean fardos y arrastran carros, como si el
desarrollo fuese una noción del futuro que aún debe llegar aquí. Al
lado, a unos centenares de metros, están fondeados algunos yates de los
plutócratas de hoy. En la vieja Batavia colonial, la actual Kota, las
mansiones se hunden, y, en la plaza Taman Fatahillah, las bicicletas con
pamelas de colores estacionadas sugieren un presente risueño que es
sólo un espejismo. Atrás, en Kali Besar, el canal está lleno de basura,
que llega hasta el viejo puente holandés, el único que subsiste, como si
fuera un espectro, un delirio de Van Gogh perdido en la Yakarta de
nuestros días. En los edificios arruinados y en las casuchas miserables,
aquí y allá, se celebran los sesenta y ocho años de independencia,
subrayada con sacos hechos con hojas vegetales trenzadas, con el rojo y
blanco de la bandera, como los que sirven para cocinar las tortas de
arroz.
Los duros suburbios de Yakarta, envueltos en la
contaminación asfixiante, son el refugio de millones de pobres, mientras
los ricos se aíslan en sus barrios, como en Kemang, o en Pondok Indah, o
en Kebayoran Baru, y ven crecer gigantescos centros comerciales como el
de Mangga Dua, el más grande de todo el sudeste asiático, mayor que
otros de países vecinos como Singapur, Bangkok o Kuala Lumpur. Los
richsaws
a motor envenenan el aire, muchos de los conductores llevan
mascarillas, aunque eso no impide que algunos escupan los pulmones,
mientras otros fuman cigarrillos
kretek, mezclando tabaco y
clavo, que esparcen el peculiar olor dulzón que inunda tantos lugares de
Java. Con la estación de las lluvias, una parte de Yakarta se inunda,
millones de personas que viven en barrios míseros quedan anegados por
las aguas.
Lejos de la capital y del estrépito desquiciado del
desarrollo capitalista, en la maravilla budista de Borobudur, el sosiego
y la paz tiñen de una suave melancolía los atardeceres cálidos, y en
los templos hindúes de Prambanan las cañas de bambú se agitan ante las
ruinas con el murmullo secreto de los siglos perdidos. Alineadas a lo
largo del camino, parecían silenciosos seres de otro tiempo, observando
los bloques de piedra negros, amontonados tras el terremoto, en un
silencioso homenaje a tantas víctimas de Suharto, como si fueran los
sillares del memorial del holocausto de Berlín, de Eisenman, que puso
junto al Reichstag y el Tiergarten. En el templo de Sewu, las ruinas
ordenadas crean callejones parecidos a los de Eisenman, con bloques
desiguales, inestables, inclinados. Más allá, los almacenes de piedras,
bloques, dioses, bueyes, leones, fuentes y pedestales.
* * *
Bandung apenas está a ciento cincuenta kilómetros de Yakarta. Es enorme, caótica y vital, asfixiante a veces. No lejos del
Gedung Merdeka,
donde se reunieron las voces libres de dos continentes, en la gran
mezquita, el gentío es agobiante. Los niños juegan a capturar pececitos
en las piscinas de plástico, junto al mercado de baratijas y ropas, de
camisas y gorros, negros y blancos, como Sukarno acostumbró al mundo.
Allí, en el
Gedung Merdeka,
se celebró, en abril de 1955, la conferencia que reunió a veintiocho
países. Nehru y Sukarno, además de los dirigentes de Birmania, U Nu; del
Ceilán del general Sir John Lionel Kotelawala, y del Pakistán de
Mohammed Ali Bogra
, fueron los artífices de la convocatoria. Un
año antes, en abril de 1954, se había celebrado la conferencia de
Colombo, que reunió a esos cinco países que convocaron a Bandung. Las
diferencias ideológicas eran enormes: sólo hay que recordar el
anticomunismo del general cingalés Kotelawala y el socialismo de Nehru,
pero convocan a africanos y asiáticos a iniciar una nueva etapa de la
historia.
Cuando se celebra la conferencia, apenas cuatro países
africanos son libres del colonialismo: Egipto, Sudán, Etiopía y
Liberia. Es una reunión de países africanos y asiáticos, donde se
encuentran desde el Japón que emergía tras la ocupación de Estados
Unidos, la India menesterosa y digna de Nehru, el Egipto del coronel
Nasser, la China popular y el Irán del sha Mohammad Reza Pahlevi, hasta
el Vietnam de Ho Chi Minh o el sur títere de Ngô Đình Diệm. Chu En Lai,
primer ministro chino, ilustra el nuevo protagonismo asiático, donde se
había iniciado la descolonización. Sukarno, Nehru y Chu En Lai son los
protagonistas del encuentro, que aprobará un decálogo que es el acta de
nacimiento del
Movimiento de Países no Alineados. La radical
condena del colonialismo y los diez puntos de Bandung marcan un nuevo
hito en la historia de dos continentes. Medio siglo después, cuando las
guerras de agresión siguen asolando el mundo, merecen ser recordados:
Hablan del respeto de los derechos humanos fundamentales y de los
principios de la Carta de las Naciones Unidas, del respeto a la
soberanía e integridad territorial de todos los países; del respeto del
principio de no intervención en los asuntos internos de todos los
países. Hablan de que ningún país puede violar la integridad territorial
o la independencia de otros a través de una invasión militar, o con la
amenaza de la fuerza; y apuestan por resolver conflictos de acuerdo con
la Carta de la ONU, a través de medios pacíficos, y de impulsar los
intereses mutuos y la cooperación. Hablan del respeto a la justicia y
las obligaciones internacionales.
En el verano de 1956, Bandung
tuvo continuidad en la reunión que celebraron Nehru, Nasser y Tito, en
la isla de Brioni, junto a la península de Istria, cita que dará lugar
al
Movimiento de Países no alineados. Tras ellos, llegarían las
voces de Senghor, Sekú Turé, Ben Bella, Lumumba, y la reunión de
Belgrado, en 1961, que dará forma al movimiento neutralista y a la
liberación de la mayoría de los territorios del planeta. Fue Bandung
quien condenó de forma definitiva el colonialismo occidental: nunca
antes se había hecho en una reunión internacional, y fue esa reunión
quien puso las bases para un mundo nuevo. Las palabras que pronunció Chu
En Lai en Bandung continúan siendo una aspiración: “
La paz sólo será
garantizada con el respeto mutuo a la soberanía y la integridad
territorial. La violación de la soberanía e integridad territorial y la
intervención en los asuntos internos de cualquier país perjudicarán
inevitablemente la paz. Si todos los países se comprometen a la no
agresión mutua se podrán crear las condiciones de coexistencia pacífica
en las relaciones internacionales. […]
Conforme a los principios
de respeto mutuo a la soberanía e integridad territorial, no agresión
mutua, no intervención en los asuntos internos del otro, igualdad y
beneficio mutuo, los países con diferentes sistemas sociales pueden
coexistir pacíficamente. Desde el compromiso de cumplir estos
principios, no hay motivo para no poder resolver las disputas
internacionales mediante consultas.”
Las escaleras que
vieron pasar a Ho Chi Minh, Chu En Lai, Nehru, Nasser y Sukarno, están
ahora desiertas, y, en todas las puertas, las rejas de ballesta impiden
la entrada. El
Gedung Merdeka, edificio de la libertad, está
cerrado. No debería ser así, porque, a juzgar por el horario y el día de
la semana, el museo que guarda las fotografías de aquel lejano abril de
1955 tendría que estar abierto. El alma anticolonial de Indonesia está
representada por este sencillo edificio encalado, pero al poder no le
interesa demasiado, más allá de recordar el momento en que el mundo miró
a Indonesia.
* * *
Los indonesios
no han tenido mucha suerte. A la colonia, a las matanzas de 1965, a la
dictadura de Suharto, al nuevo capitalismo tan corrupto como el
anterior, se suman los desastres de una geografía torturada, volcánica,
imprevisible. A los desastres causados por el
tsunami del 2004,
que causó más de ciento cincuenta mil muertos, decenas de miles de
desaparecidos y una gran destrucción en Sumatra, se sumaron los
terremotos de 2006 y 2009, que han dificultado el crecimiento económico.
Pese al desarrollo, el PIB
per cápita es inferior al de países
como Marruecos, Bolivia o Egipto, aunque, gracias a su demografía, su
potencial económico es similar al de Turquía o Irán.
En la última década, el islamismo conservador, la
sharia,
ha avanzado en el país. Los atentados de Kuta, en Bali, en octubre de
2002, donde murieron más de doscientas personas, horrorizaron al mundo, y
fueron la expresión de un islamismo militante que no renuncia a
combatir por cualquier medio. El atentado de 2002 voló el Sari Club, en
la playa de Kuta, en Bali, y fue atribuido a la
Jemaah Islamiyah,
una oscura organización islamista vinculada a Al Qaeda que actúa en
Malasia, Filipinas e Indonesia. Otros atentados terroristas, como el
perpetrado contra el hotel Marriott, que mató a doce personas en 2003, y
contra la embajada australiana en Yakarta, en 2004, que causó once
muertos, y múltiples enfrentamientos, además de la actividad del
Gerakan Aceh Merdeka
o Movimiento por Aceh libre (una organización islamista que postula la
independencia del norte de Sumatra, aunque llegó a un acuerdo de paz con
el gobierno tras el tsunami de 2004) dan cuenta de la inestabilidad del
país.
En 2005 se produjeron más atentados, y, en 2009, Yakarta
se estremeció con nuevas bombas que causaron nueve muertos. Ese mismo
año, la policía mató en Solo, una ciudad javanesa, a Noordin Mohammad
Top, un integrista malayo a quien atribuían responsabilidad en los
atentados de Bali y Yakarta. Desde entonces, el gobierno indonesio optó
por una política de mano dura, de forma que los controles a los coches
en hoteles y otros lugares públicos son constantes y exhaustivos, y
cualquier persona es obligada a pasar por detectores de metales. Otros
disturbios se han producido recientemente en las prisiones de todo el
país, repletas por encima de su capacidad. Interpol declaró en un
comunicado que sospechaba de la implicación de Al Qaeda en los motines
de julio de 2013.
Las limitaciones de la nueva
democracia
son evidentes: hasta 2004, los militares disponían de escaños
reservados en el Parlamento, y hoy el poder está ocupado por una
coalición de herederos de Suharto, del viejo nacionalismo que dio origen
al país y del islamismo, aunque la cara del nuevo régimen, formalmente
democrático y, en realidad, regido por una oligarquía, es SBY, un
militar de Suharto.
Los salarios no llegan a los ochenta euros
mensuales, y la galopante corrupción del país es omnipresente en la
administración, la policía, los empresarios y el ejército. La actuación
descontrolada de multinacionales, el desinterés por la destrucción de la
naturaleza y la voracidad empresarial por acumular beneficios están
causando estragos casi irreversibles. Un ejemplo bastará: en mayo de
2006, la empresa petrolera PT Lapindo Brantas, propiedad del plutócrata
Aburizal Bakrie (dirigente del viejo partido de Suharto, el Golkar, y
uno de los ministros del gobierno de Susilo Bambang Yudhoyono), perforó
un volcán de lodo, ocasionando una destrucción dantesca: desde entonces,
cada día, el volcán escupe miles de toneladas de barro, inundando la
región, las casas de los campesinos, las carreteras. Más de cincuenta
mil personas han perdido sus tierras, sus hogares, y han debido ser
evacuadas porque el lodo y los gases tóxicos inundan toda la región. La
catástrofe se produce a apenas veinte kilómetros de Surabaya, una
importante ciudad javanesa de casi cuatro millones de habitantes. La
voracidad empresarial se constata también en muchos otros lugares, como
en Pekanbaru, la capital de la explotación petrolífera, situada en el
interior de Sumatra (donde actúa la petrolera norteamericana Chevron),
una de las islas que ha padecido una mayor destrucción ecológica.
Los partidos más relevantes del país son el Partido Democrático, de Susilo Bambang Yudhoyono, SBY; el islamista PKS,
Partai Keadilan Sejahtera,
Partido de la Justicia y la Prosperidad; el viejo Partido Golkar de
Suharto, y otros tres partidos menores, que forman la coalición
conservadora de gobierno que apoya a SBY. El Partido Democrático, PDIP,
de la hija de Sukarno, es la principal oposición, aunque sin grandes
diferencias con el poder, y existen además dos partidos menores,
Gerindra y
Hanura, dirigidos también por dos generales de Suharto. Existen dos organizaciones islámicas:
Nadhdatul Ulama, y la
Muhammadiyah,
que, juntas, cuentas con más de cincuenta millones de miembros, y la
cuestión religiosa tiene cada vez más importancia en el país. En las
últimas elecciones, el partido de SBY ha desbancado a los dos grandes
partidos que dominaron el país en las últimas décadas, el Golkar y el
PDIP, y el presidente Susilo cuenta con el apoyo de las organizaciones
islamistas. Su control político es ahora casi absoluto.
Sin
embargo, los problemas son muchos. SBY declaró en el parlamento que el
gobierno calcula un crecimiento del 6’4 % para 2014, y que se espera
extraer, en 2014, 870.000 barriles de petróleo diarios, además de gas
por el equivalente a 1.240.000 barriles de petróleo diarios. El MP3EI (
Plan Maestro para la aceleración del desarrollo económico)
tiene proyectos en dieciocho sectores industriales en los llamados
“seis corredores de desarrollo”, centrados en Java, Sumatra, Sulawesi,
Kalimantan (Borneo), y Papúa, con Sumatra dedicada a la energía y la
agricultura, y Java a la industria y los servicios. El ministerio que
tiene mayor presupuesto es el de Obras Públicas; seguido del de Asuntos
religiosos, por encima del ministerio de Salud. Estados Unidos opera en
todo el país, aunque también otras potencias. Francia, por ejemplo,
colabora con la renovación urbana del ferrocarril en Bandung. Y la nueva
China intenta aumentar sus intercambios económicos con el país. SBY
pedía, en agosto de 2013, que la diáspora indonesia (que reunió en un
congreso en Yakarta) invirtiese en el país. Los cuatro mil participantes
escucharon del presidente elogios a la emigración en Holanda, y a la
importancia de las remesas que envían los dos millones y medio de
emigrantes, que suponen, dijo SBY, miles de millones de dólares cada
año. Muchos de ellos huyeron del país en mayo de 1998, cuando, en los
disturbios de la caída de Suharto, se desató la persecución de los
indonesios de origen chino.
* * *
Todavía hoy, el terror amordaza las bocas de millones de personas. El
Partido Comunista fue, literalmente, exterminado; como dice uno de los
asesinos que aparece en el documental de Joshua Oppenheimer: “En
Indonesia matamos a todos los comunistas. Eso fue lo que pasó.” En Java,
en Sumatra, en Bali, ríos de sangre corrieron por las calles de pueblos
y ciudades, hasta que los matarifes aprendieron a matar de una forma
más limpia, evitando que la sangre salpicase todos los rincones del
país. Los asesinos fueron aclamados como héroes, y siguen siendo
celebrados por el poder, por la prensa y la televisión. Los miembros de
los escuadrones de la muerte que aterrorizaron el país en 1965 y 1966
viven tranquilos y respetados; y los carniceros se enorgullecen de
“haber matado a todos los comunistas”. Eso es lo que hicieron, matar a
todos los comunistas. Anwar Congo, el carnicero que aparece en el
documental de Oppenheimer, confiesa, satisfecho, que mató con sus
propias manos a más de mil personas. Los asesinos siguen celebrando sus
actos.
El carnicero Suharto y los militares cómplices
perpetraron una de las mayores matanzas de la historia, pero no fueron
los únicos responsables. Tipos insignificantes y sanguinarios como Anwar
Congo, y tantos otros, colaboraron en la masacre, y muchos ciudadanos
honestos cerraron los ojos, aterrorizados, y nunca volvieron a hablar.
Estados Unidos fue cómplice y protector de los asesinos, y sus
periódicos jalearon la carnicería: nunca su parlamento ni sus gobiernos
se interrogaron sobre esa apocalíptica matanza, que fue calificada,
celebrándola, por
The New York Times,
como “un destello de
luz en Asia”. Todos los gobiernos que se han sucedido en Yakarta desde
entonces han sido cómplices del silencio, y el régimen corrupto
levantado por los herederos de Suharto sigue defendiendo la impunidad de
los asesinos.
http://www.youtube.com/watch?v=M9oebCcE6-k
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