sábado, 11 de enero de 2014

El alma de los pobres desde una perspectiva político-antropológica demediada




Para Irene, para Laura, para Víctor, para Daniel, para Carlos, para Lucía, para Cristina, por su alma de pobres esforzados, indignados y rebeldes. ¡No pasarán, no pasarán!

El dinero “non olet” recordó Marx. Algunos títulos y titulares, en cambio, sí huelen un poco. “El alma de los pobres” es el título –“En el cuerpo de muchos menesterosos anida espíritu de rico” es el resumen- del artículo que para empezar el año nuevo nos ha regalado en el global-imperial [1] Fernando Esteve Mora, profesor de teoría económica en la Autónoma de Madrid. Una de las características definitorias del gran escritor catalán Josep Pla i Casadevall, señala FEM que de entrada se olvida seguramente por cortesía del profundo conservadurismo, machismo y reaccionarismo político, cultural y antropológico de Pla, “es su agudísima sensibilidad para captar la realidad de las relaciones humanas que suele esconderse tras múltiples velos culturales o ideológicos”. Sus cuadernos de notas, señala FEM, aparecen trufados de observaciones acerca de lo que, en principio, podría pensarse que no son sino pequeños detalles del mundo de los hombres. Nada de eso, son más que eso: “cuando alguien como Pla nos hace caer en la cuenta, resultan ser de importancia para entenderlo y orientarse en él”. Un ejemplo de Notas dispersas: “Una de las cosas más curiosas de este país es la enorme cantidad de pobres que tiene la misma alma que los ricos -que desprecian a los demás pobres como los desprecian los ricos”. “País” refiere aquí Cataluña (o algunas zonas de Girona, a l’Empordà básicamente); “enorme” es término indefinido; “misma alma” es afirmación general sin fundamento mostrado o señalado, y, desde luego, la generalización es mas que abusiva. Una collunada en el decir del propio Pla.
Pero para FEM hay más: no hay que llamarse a engaño con la referencia a “este país” concreto, al petit país de Llach el indepe: “si bien Pla gusta de referirse de modo explícito al microcosmos que conforman los pueblos de la Cataluña rural, sus observaciones aspiran las más de las veces a tener un alcance universal”. ¡Alcance universal, nada menos, incluyendo en el universo mapuches, vietnamitas, ugandeses y menorquines entre miles más! Es eso lo que pasaría, señala FEM, en el caso comentado. El desprecio de muchos de los pobres (muchos, enorme cantidad, los términos van cambiando) “por los de su condición no sería una anomalía, algo exclusivo de los payeses del Ampurdán, de los catalanes o de los españoles”, sino que, para los que, como FEM, piensan ya de entrada que Pla da en la diana de la verdad, “estaría siempre presente en mayor o menor grado en el modo de proceder de los pobres entre sí en toda sociedad estructurada posicionalmente siguiendo un criterio económico: el de tanto tienes, tanto vales”. Es decir, quiero interpretar bien, en el capitalismo y en sistemas muy afines.
El asunto no es baladí prosigue FEM. Frente a la supuesta “solidaridad de clase” que tantos políticos y analistas suponen que la mayoría de los “pobres” se guardan siempre entre sí (¿siempre?, ¿suponen?, ¿quiénes, que hayan tenido una mínima experiencia militante, suponen siempre esa solidaridad de clase?) y que debería regir su comportamiento político en las urnas (¿solidaridad en las urnas concretada siempre en el voto a partidos de la clase obrera?), “lo que se sigue de una apreciación como la de Pla apuntaría a que tal cosa, cuando se da, no sería ni habitual ni mayoritaria”, sino fruto de un trabajo educativo, de un trabajo político que “buscase crearla modificando esa propensión al desprecio entre los de abajo”. No es necesario admitir ese desprecio o desconsideración entre los de abajo, ni incluso el lenguaje que se usa, ni la generalización a todas luces abusiva y precipitada, para admitir que la solidaridad de clase a la que alude el autor debe educarse, trabajarse, abonarse, debe crearse entre todos. El trabajo militante, las actitudes y acciones ejemplares de millones de activistas en todo el mundo corroboran esa consideración. Todo aquel que haya tenido alguna vez en su vida experiencia política directa, no meramente institucional (o total ausencia de ella), sabe de que se está hablando.
Puede que sea “normal” o “explicable” que los individuos de estatus económicamente inferior tengan una deferencia con los de clase superior, prosigue FEM. De igual manera, señala, “también puede parecer “normal” que los de estatus superior “minusvaloren” a los de estatus inferior”. Son comportamientos que incluso es posible, la conjetura biologista estaba cantada, “que estén insertos en nuestro código genético, como parecería seguirse de la observación de que son formas de actuar que compartimos con nuestros “primos” biológicos, tal y como aparecen repetidamente en ese ejemplo de ciencia social que es la Política de los chimpancés de Frans de Waal”. Pero ese ejemplo de ciencia social, coincidente con otras resultados del autor citado, distingue siempre (o casi siempre), sin negar algunas similitudes, entre mundo animal humano y mundo animal no humano y, sobre todo, sin olvidar otros comportamientos solidarios “sorprendentes” de ese mismo mundo animal, entre diferentes especies incluso, que pueden darse también, y se dan, en el mundo humano. Pero lo que parecería ser exclusivamente humano, apunta FEM, demasiado humano añade, “sería ese desaprecio que muchos de los de abajo se guardan entre sí, y del que no es infrecuente encontrar manifestaciones por doquier”. ¿Y no hay entre esas mismas personas comportamientos muy distintos, en dirección muy opuesta en numerosas ocasiones? ¿No es más que evidente el trabajo político-cultural, éste sí muy creativo y esforzado, desde instancias diversas de poder, para ahondar diferencias y desprecios sobre todo entre gentes desfavorecidas? ¿La desunión de unos no crea o ayuda a la fuerza de los otros? ¿No hay multitud de morales, religiosas o no, que inculcan el desprecio “al perdedor”, “al pobre”, “al indigente” y la vindicación apologética del triunfador, del enriquecido, del llamado publicitariamente “emprendedor” (con desprecio a los otros), del que sube y sube como sea en “la escala social”?
FEM arguye a favor de su posición aludiendo a un artículo de Rafael Sánchez Ferlosio (La mano visible, EL PAÍS, 26-10-1992). No entro en ello. También mediante el experimento ya clásico de la psicología social llevado a cabo por A.N. Doob y A.E. Gross en 1968. En éste se analizó “la reacción de unos conductores ante un anodino hecho cotidiano: la tardanza en arrancar del vehículo que se encontraba delante de ellos en un semáforo en rojo”. La habitual respuesta de algunos conductores que “se encontraban retenidos —tocar el claxon, comportamiento que se usó como indicador de agresividad—, sucedía de modo distinto si el coche que se demoraba en arrancar era de alta o de baja gama”. Si era de baja gama, viejo o destartalado, los bocinazos empezaban poco después de cambiar a verde el semáforo, “en tanto que si el coche era de alta gama, los demás conductores demostraban su deferencia ante el estatus superior de su propietario no haciendo sonar sus cláxones o dejando pasar mucho más tiempo antes de ponerse a hacerlo”. Supongamos que la descripción de los autores es buena; admitamos que no haya que tener en cuenta mil doscientas consideraciones concretas y puntuales sobre el país, el día, la cultura de aquella sociedad, la situación social, laboral, incluso la hora del experimento, etc. ¿Qué puede concluirse de ese “experimento social”? ¿Qué siempre se desprecia a los pobres por parte de todos? ¿Siempre, todos? ¿Nadie protestó de mala manera e inmediatamente ante un cochazo de lujo? ¿Nadie, ni un solo conductor? ¿Tanto les impresionó a todos el poder, incluso a los mismos poderosos retenidos?
El experimento se ha repetido alterando las condiciones del mismo, recuerda FEM. Estudiando “cuán diferente era el comportamiento agresivo de los conductores retenidos en función de su propio estatus socioeconómico”. La conclusión también está cantada: “por lo general, los vehículos de estatus más bajo siempre suelen estimular reacciones más rápidas (y, por tanto, más agresivas) que los vehículos de estatus más alto, si bien suele observarse que los conductores de vehículos de más estatus reaccionan más agresivamente cuando se ven frustrados que los de más baja gama”. Luego, por tanto, aun suponiendo que los vehículos de gama baja estén siempre conducidos por gentes pobres (lo que evidentemente no es el caso), ¿no se está admitiendo que la agresividad es mayor en el caso de los vehículos de más estatus que, sabido es, tampoco siempre son conducidos por gentes enriquecidas?
En una línea similar, señala FEM, puede citarse otro experimento más reciente de Nathan Pettit y Robert Lount. ¿Qué se muestra o “demuestra” en él? Que la gente solemos esforzarnos más en derrotar a los rivales más débiles que en desbancar a los más fuertes. La ilustración que intenta ser fundamento de la afirmación: un equipo de estudiantes de la universidad de Cornell al que falsamente se le señaló que estaban compitiendo “haciendo distintas tareas contra otro equipo de otra universidad que ocupaba un ranking más alto (o más bajo) que Cornell”. Se observó tras ello que “cuando los estudiantes pensaban que se estaban enfrentando a una universidad de menor rango, lo hicieron mucho mejor que cuando pensaban que se enfrentaban a una universidad de más alto rango”. ¿Y? ¿Qué se colige de ello? ¿Que cuando uno se enfrentaba Fisher en ajedrez daba la partida por perdida y cuando jugaba con S. Zweig, o incluso con Jorge Luis Borges, pensaba que tenía más posibilidades, no se distraía no se autoderrotaba, se esforzaba, se concentraba más y jugaba mucho mejor que en el caso anterior? ¿De ahí se colige que la gente solemos esforzarnos más en derrotar a los rivales más débiles que en desbancar a los más fuertes? ¿Y eso en qué lógica, con qué racionalidad? ¿De ahí podemos deducir que machacamos a los débiles y somos generosos o serviles con los fuertes siempre y en toda circunstancia?
Según FEM no es difícil poner en relación estos comportamientos con otros de relevancia social y política. Los juicios, “mucho más duros”, éste es el punto, que los de abajo “suelen hacer de las modestas triquiñuelas de sobrevivencia que hacen sus semejantes en estos tiempos de crisis” en comparación con las evaluaciones más leves, señala FEM, “de las enormes corruptelas, patrimonio de los de arriba” o, también, la infundada creencia de que “la actual plutocracia es una meritocracia merecedora de respeto, no serían sino muestras de esa transformación del otrora orgulloso proletariado en el actual y melindroso “precariado” al que solo le alcanzan las fuerzas para menospreciar a los que aún están más abajo, los “poligoneros”, como tan bien ha descrito Owen Jones para el caso británico en su obra Chavs.”
Me da que Owen Jones no ha descrito exactamente así la situación en Chavs donde más bien argumenta en sentido contrario en muchos momentos, señalando el inmenso y abeyecto desprecio que las clases favorecidas sienten y expanden por doquier contra las clases empobrecidas por ellos explotadas. Sea como fuere, no es ese el punto esencial: ¿por qué hablar en estos términos del “precariado”? ¿Pero de quién estamos hablando sino de las personas que forman o formaban parte del “orgulloso proletariado” cuyos derechos y condiciones laborales están siendo expropiados día tras día? ¿No parece razonable admitir que ese hipercriticismo con las personas más próximas y de condición social semejante también está motivado y abonado interesadamente por medios de intoxicación y afines, y por virtudes positivas de la tradición trabajadora sobre los comportamientos admisibles, y que esas evaluaciones leves a las enorme corruptelas de los poderosos no son realmente tales sino la convicción, dañina sin duda, de que siempre ha sido así, de que los que mandan obran siempre de este modo, que la riqueza del país está en sus manos y que nada puede hacerse? Y, además, con excepciones: ¿no hay un rechazo generalizado entre la ciudadanía española, también entre la más empobrecida, a pesar del “Hola” y de armas similares de destrucción masiva y diseñada de la consciencia de clase, por los comportamientos ignominiosos de parejas de la Realeza borbónica, incluyendo al mismo Rey borbón?
Y si ello es así, si la observación de Pla es ahora quizás más real que nunca, concluye el autor, “fácil es comprender las dificultades que hoy afrontan en las urnas quienes propugnan políticas económicas de corte igualitario o redistributivo”. Bien lo tienen los pocos ricos, prosigue, en su sempiterno enfrentamiento con los muchos pobres, “cuando pueden contar a su favor con que en los cuerpos de muchos de estos anidan reflejos de su propia alma, de alma de rico”.
Más allá de la reductiva, políticamente, apelación a las urnas, ¿es tan difícil admitir que la ideología, las ideas dominantes, las imágenes, los relatos, lo explicado en escuelas, familias, juegos, películas, novelas y en numerosas instituciones juegan aquí un peso esencial? ¿Reflejos del alma del rico en el alma de muchos pobres abonada por las estrategias diseñadas por esos mismos poderosos? ¿No es muy vieja y conocida cuestión? Divide y vencerás, aristocracia obrera, limosnas para unos cuantos, capataces serviles, esquiroles, difusión del servilismo, del no podemos, de siempre ha sido y será así,del pesimismo paralizador,…¿no hemos hablado de ello en miles de ocasiones? A pesar de ello, ¿no hay resistencia populares?, ¿no hay combates en las urnas y fuera de ellas?, ¿no hay compañeros y compañeras empobrecidas que nunca han vendido ni van a vender su alma?, ¿no hay millones de cuerpos de seres explotados, marginados, empobrecidos, donde no habita el alma ni los valores de los ricos, de los explotadores, de los descreadores de la Tierra?, ¿no veía Pla el mundo, su mundo, como no podía ser de otro modo, con el sesgo de clase conservador que le era muy propio?
Un texto de 1991 de Cornelius Castoriadis [2], que doy en traducción del profesor e historiador Jordi Torrent, uno de los grandes conocedores ibéricos y europeos de su obra, puede ayudar a entender mejor la situación:
El capitalismo ha podido funcionar porque ha heredado una serie de tipos antropológicos que él no ha creado y que no hubiera podido crear: jueces incorruptibles, funcionarios íntegros y weberianos, educadores consagrados a su vocación, obreros que posen un mínimo de conciencia profesional, etc. Estos tipos no surgen y no han podido surgir por ellos mismos, han sido creados en periodos históricos anteriores y en referencia a valores consagrados e incontestables: la honestidad, el servicio de Estado, la transmisión de saberes, la obra bella, etc.
Sin embargo, prosigue el que fuera marxista greco-francés, vivimos en sociedades donde esos valores han devenido, con notoriedad pública, irrisorios,
[…] y donde únicamente cuentan la cantidad de dinero que uno se ha embolsado, poco importa cómo, o el número de veces en que se ha aparecido en televisión. El solo tipo antropológico creado por el capitalismo, y que le era indispensable inicialmente para instaurarse, era el empresario schumpeteriano: una persona apasionada por la creación de una nueva institución histórica, la empresa, y por su extensión constante mediante la introducción de nuevos complejos técnicos y nuevos métodos de penetración en el mercado.
Pero incluso ese tipo está siendo destruido por la evolución actual, señalaba Castoriadis ya en 1991.
En lo tocante a la producción, el empresario es reemplazado por una burocracia de gestión; por lo que hace al dinero, las especulaciones bursátiles, las OPA y las intermediaciones financieras aportan muchísimo más que las actividades “empresariales”. Así pues, al tiempo que asistimos, mediante la privatización, a la creciente ruina del espacio público podemos constatar la destrucción de los tipos antropológicos que han condicionado la existencia misma de nuestro sistema.
Destruir tipos antropológicos no funcionales al sistema. Este es también, está en la preocupación de todos, el programa de la hora de la contrarrevolución neoliberal en la que estamos inmersos. Un programa que, por supuesto, no ha triunfado y está muy lejos de triunfar.
Todo está por hacer también en este ámbito. Las resistencias se multiplican, queremos vivir de otra forma que ya podemos imaginar como señaló el poeta. ¿Qué dijo aquel “pobre” sin alma de rico que nunca despreció a ningún otro pobre ni siquiera a ningú otro ser humano? Se llamaba Camacho y fue uno de nuestros Mandelas, como Marcos Ana: ni nos doblegaron, ni nos están doblegando, ni nos van a doblegar. En honor del espíritu humano, escribió el maravilloso matemático Jean Dieudonné. En honor del espíritu de los seres más empobrecidos, muchos de ellos, muchas de ellas, llenos de riqueza antropológica. Gente buena en el sentido machadiano del término, el mismo sentido que el protagonista de “El idiota” del gran maestro ruso, esa alma bella que tan bien supo captar y narrar el involidable maestro Kurosawa.
Notas:
[1] http://elpais.com/elpais/2013/12/24/opinion/1387893583_816714.html
[2] Cornelius Castoriadis, “Le délabrement de l’Occident”, recogido en La montée de l’insignifiance, 1996, p. 68.
Salvador López Arnal es miembro del Front Cívic Somos Mayoría y del CEMS (Centre d’Estudis sobre els Movimients Socials de la Universitat Pompeu Fabra, director Jordi Mir Garcia)
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de los autores mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes

1 comentario:

  1. los pobres son más solidarios que los ricos y en cuanto al desprecio los ricos desprecin más pero no todos desprecian. El desprecio no tiene nada de natural. No me gusta jugar con el que no tengo ninguna posibilidad de ganar y tampoco con el que no tiene ninguna posibilidad de ganarme. En qye nos guste ganar siempre no hay desprecio Hay persoonas egoístas y peronas altruistas. No nacemos egoistas, nacemos ignorantes. La inteligencia nos lleva a la solidaridad.

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