Capitular a fascistas puede resultar fatal
El caso de Alemania de 1933 a 1934
por Steve Douglas
Cuando se escribió este
artículo, destacados adversarios del jurista fascista Samuel Alito, con
diversas excusas, contemporizaban con los que querían instalarlo en la
Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos. Este artículo, adaptado de
uno más extenso publicado en The New Federalist el 8 de julio de 2002,
tiene el propósito de arrancarle las ilusiones a quienes o se engañan a
sí mismos o actúan como cobardes ante la amenaza de hitlerismo en EU
representada por el nombramiento de Alito. Su elevación a la Corte
Suprema significa un proceso similar al que ocurrió en Alemania entre el
segundo trimestre de 1933 y agosto de 1934.
Adolfo Hitler fue nombrado
Canciller de Alemania el 30 de enero de 1933 por el anciano presidente
Paul von Hindenburg, en los momentos más álgidos de una incontenible
depresión mundial. El control del poder que Hitler tenía cuando juró
como canciller en ningún sentido era absoluto. Aunque había sido
designado a dicho cargo, su partido nazi seguía representado una clara
minoría en su propio gabinete, en el que controlaba sólo 3 de los 11
ministerios. Es más, el traicionero tecnócrata Franz von Papen, ex
canciller y amigo cercano del presidente Hindenburg, fue nombrado
vicecanciller de Hitler. Von Papen había logrado que Hindenburg se
comprometiera a sólo reunirse con Hitler en presencia de Von Papen,
quien actuaría como una especie de “cocanciller” y mantendría a Hitler
bajo su “control estricto”.
En su primer consejo de gabinete,
el 30 de enero, Hitler propuso convocar a elecciones al Reichstag (la
cámara baja del Parlamento) para el 5 de marzo, con la esperanza de que
los nazis pudieran obtener el voto mayoritario. Los miembros del
gabinete apoyaron la convocatoria de Hitler a elecciones, pero sólo
después de que él les aseguró que no se alteraría la composición del
gabinete, no importa el resultado de las elecciones. Ellos, como Von
Papen, se engañaron en creer la ilusión de que “controlaban” a Hitler y
al gobierno.
La última elección ‘democrática’
A pesar de los llamados al decoro y
la moderación, la “campaña electoral” fue brutal en extremo. A
principios de febrero el Gobierno de Hitler prohibió todos los mítines
del Partido Comunista (KPD), así como sus publicaciones. También se
suspendió la publicación de los principales periódicos socialistas, y
los mítines del Partido Socialdemócrata o fueron prohibidos o saboteados
por los matones camisas pardas de la SA de Ernst Röhm. El Partido
Católico del Centro también fue blanco de los ataques de la SA. Se
informó que 51 activistas antinazis fueron asesinados durante los 34
días de la campaña electoral, mientras que los nazis alegaron que 18 de
sus miembros fueron asesinados.
La situación empeoró de forma
dramática el 27 de febrero de 1933. Esa noche fue incendiado el
Reichstag, sede del Parlamento. Si bien declararon culpable a un
comunista holandés mentalmente inestable llamado Marinus van der Lubbe,
quien fue ejecutado por el crimen, está claro que él no reunía las
condiciones físicas y mentales para ser el autor intelectual o material
del delito, del mismo modo en que Lee Harvey Oswald no lo fue del
asesinato del presidente Kennedy, y Osama bin Laden no lo fue de los
sucesos del 11 de septiembre de 2001.
Abundan las pruebas, entre ellas
declaraciones que hizo el presidente del Reichstag y posterior jefe de
la Gestapo Hermann Göring, que indican que el incendio se llevó a cabo
por órdenes del Gobierno de Hitler, es decir, de Göring.
Al día siguiente del incendio el
Gobierno prusiano de Göring y Von Papen emitió una declaración extensa,
en la que alegaba haber encontrado documentos comunistas que “probaban”
que, “serían incendiados edificios gubernamentales, museos, mansiones y
plantas estratégicas. . . que pondrían a mujeres y niños al frente de
grupos terroristas. . . El incendio del Reichstag sería la señal para
una insurrección sangrienta y guerra civil”. [1]
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Hitler
manipuló cruelmente las ilusiones de sus “bases”, hasta que le quedó el
camino libre. El 19 de agosto de 1934 noventa por ciento del electorado
alemán ratificó a Hitler como su Führer. Decenas de miles asistían a los mítines de Núremberg.
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El Gobierno prusiano de Göring
prometió publicar los “documentos que prueban la conjura comunista”,
pero encontró la manera de no hacerlo nunca.
Entretanto, el mismo 28 de febrero Hitler convenció a Hindenburg de firmar un Notverordnung
(decreto de emergencia) “para la protección del pueblo y del Estado”.
Suspendía siete secciones de la Constitución que garantizaban las
libertades individuales y civiles. Especificaba que: “Las restricciones a
la libertad personal, al derecho a la libre expresión, incluyendo la
libertad de prensa; al derecho de reunión y asociación; la violación del
secreto de la correspondencia, las comunicaciones telegráficas y
telefónicas; y los autos para el allanamiento de moradas, órdenes de
confiscación así como las restricciones a la propiedad, también son
permisibles, por encima de los límites que de otra forma prescribe la
ley”.
El decreto de emergencia también
autorizaba a la administración del Reich de Hitler a tomar las riendas
de cualquier gobierno estatal, de juzgarlo necesario.
Con los poderes dictatoriales que le concedía el Notverordnung
en mano, Hitler encarceló a más de 4.000 funcionarios comunistas, así
como a gran número de dirigentes socialdemócratas y liberales, en la
última semana de la contienda electoral. Se le impusieron más
restricciones a los medios de difusión que no eran nazis o
nacionalistas. Hasta encarceló a miembros del Reichstag, que
supuestamente gozaban de inmunidad parlamentaria.
Con el jefe de propaganda de
Hitler, Josef Goebbels, como director de orquesta, todo el peso del
gobierno se desplegó a favor de la elección del partido nazi. Goebbels
llevó los actos de la campaña y los discursos de Hitler a todas las
aldeas y pueblos del país. De esa forma, los efectos de los gastos de
campaña de Hitler y de la fuerza de choque de los camisas pardas se
multiplicaron varias veces.
Con todo, en las elecciones del 5
de marzo los nazis sólo alcanzaron el 44% de los votos, cantidad
insuficiente para obtener la mayoría que Hitler había demandado.
¿Qué hizo la mayoría no nazi de su
gabinete y el Reichstag recientemente elegido? ¡Felicitaron a Hitler
por su excelente campaña! Peor aun, el 23 de marzo procedieron a
promulgar, por abrumadora mayoría, la “ley de Autorización” (Ermächtigungsgesetz). Esta ley ratificó los poderes casi ilimitados de Hitler para gobernar por decreto, como especificaba por otra parte el Notverordnung
del 28 de febrero. Esta ley constituyó una iniciativa legislativa
producto de un autoengaño y una locura suicida prácticamente sin igual
en la historia. Ya que la aprobación de la ley de Autorización encierra
la quintaesencia de la forma de autoengaño que hoy tiene atrapados a
muchos ciudadanos estadounidenses y sus respectivos representantes por
elección, vale la pena examinar en cierto detalle las circunstancias que
rodearon este particular y lamentable momento histórico.
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La
dirigencia política alemana capituló: “El control del poder que Hitler
tenía cuando juró como canciller en ningún sentido era absoluto”. Al
principio, Hitler mostraba su deferencia al presidente Hindenburg.
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Más que alcanzar una mayoría
absoluta para el partido nazi en el Reichstag, Hitler quería liberarse
completamente de los “grilletes” de la Constitución de Weimar. Gracias
al Notverordnung del 28 de febrero obtuvo poderes casi ilimitados
y, por lo tanto, pudo eludir arbitrariamente la Constitución, dada la
declaración del estado de emergencia. Pero, obsesionado por mantener la
apariencia tanto de un apoyo público abrumador como un disfraz creíble
de “legalidad”, Hitler exigió un cambio en la Constitución de Weimar que
le concedería poderes casi dictatoriales por un período de tiempo
ilimitado. Ya que cualquier cambio constitucional requería la aprobación
de por lo menos dos tercios del Reichstag, Hitler procuró lograr este
objetivo.
El partido nazi contaba con 288
escaños en el Reichstag y sus colaboradores en el Partido Nacionalista
52, lo que sumaba a 340 votos con los que Hitler podría contar. Ya que
había 647 escaños en el Reichstag, era necesario obtener por lo menos de
432 votos para asegurar dos tercios. Si se descalificaba a los 81
miembros comunistas de sus escaños, como finalmente hizo el Gobierno de
Hitler —y lo hizo “legalmente”, en virtud del Notverordnung—,
entonces sólo quedarían 566 escaños en el Reichstag, y por lo tanto 378
votos representarían los dos tercios requeridos. Hitler cortejó al
Partido Católico del Centro de monseñor Ludwig Kaas y del ex canciller
Heinrich Brüning para superar esta valla.
Lo hizo teniendo como telón de
fondo el espectacular teatro político que él y su recientemente
designado ministro de Propaganda, Josef Goebbels, montaron en Potsdam.
El antisemita, anticristiano y gnóstico Adolfo Hitler eligió la iglesia
cristiana de la Guarnición de Potsdam, donde estaban sepultados los
restos de Federico el Grande y donde los reyes Hohenzollern habían
asistido al culto religioso, como el centro de todas las actividades
asociadas con la sesión de apertura del nuevo Reichstag.
Las maquinaciones de Hitler en
Potsdam lograron su propósito. Los crédulos que querían engañarse sobre
sus verdaderas intenciones asesinas, o quienes eligieron cerrar los ojos
a las horrendas implicaciones del padrinazgo angloamericano con que
contaba Hitler, ahora tenían el pretexto para hacerlo. En ninguna parte
estos engaños fueron más desenfrenados que en las “negociaciones” que
resultaron en la ley de Autorización.
‘Negociaciones’ en el país de la fantasía
Las “conversaciones” que
sostuvieron los miembros del gabinete y varios dirigentes de partidos
que no eran nazis con Hitler en marzo de 1933, sobre las características
y las varias cláusulas de la ley de Autorización, estaban matizadas por
los siguientes autoengaños principales: 1) Hitler era un político
“alemán” igual que ellos y, por consiguiente, “jugaría según las mismas
reglas”; 2) Hitler podría ser “domesticado” por las fuerzas combinadas
de la clase política alemana; 3) era innecesario abordar el asunto del
patrocinio angloamericano de Hitler; 4) el Gobierno de Hitler pronto
sería hecho astillas por el torbellino de la Depresión mundial; 5)
Hitler era un “hombre de palabra”, que “cumpliría con sus promesas
políticas”; 6) el presidente Hindenburg representaba un contrapeso
institucional eficaz y eficiente a las tendencias más extremas de
Hitler; y 7) en caso de duda, siempre optar por el “mal menor”.
Así, el 23 de marzo, el dirigente
del Partido Católico del Centro, monseñor Kaas, procuraba tranquilizar a
los intranquilos y temerosos miembros de su partido, ¡en base a las
solemnes promesas que le había hecho herr Hitler! Kaas le dijo a
los representantes de su partido en el Reichstag que Hitler le había
prometido personalmente que, incluso después de aprobarse la ley de
Autorización: 1) no se pondría en práctica ninguna medida contraria a la
voluntad de presidente Hindenburg; 2) que las leyes que su régimen
adoptara en el futuro se diseñarían sólo después de una consulta
concienzuda con una “comisión de trabajo” del Reichstag; 3) la “igualdad
ante la ley” se mantendría para todos en Alemania, excepto para los
miembros del Partido Comunista; 4) no se perseguiría a los dirigentes
del Partido Católico del Centro; 5) no se coartarían los derechos de los
estados alemanes individuales ni de la Iglesia; y 6) la judicatura
permanecería “independiente”, es decir, libre de cualquier injerencia
política. Kaas concluyó su discurso instando a los representantes de su
partido en el Reichstag a darle su aprobación a la ley de Autorización,
recordándoles su deber de “evitar lo peor”. Observó que el régimen de
Hitler podría lograr sus designios “por otros medios” y que, por tanto,
era mejor que lo hiciera por esta vía “legal”.
El ex canciller Heinrich Brüning era tal vez el otro dirigente más prominente del Partido Católico del Centro.
Brüning creía que la Depresión
tumbaría a Hitler como lo había tumbado a él. Hasta que eso pasara, era
mejor “evitar lo peor”, es decir, el Notverordnung o que los
nazis tomaran el poder absoluto “por otros medios”: con medidas
legislativas que refrenaran a los nazis. Esos esfuerzos del Reichstag
podrían complementarse, entonces, con tratados con otras naciones, que
supuestamente servirían para confinar a los nazis.
Después de todo, dijo Brüning, la
ley de Autorización contenía un mínimo de importantes resguardos y
restricciones contra el impulso desenfrenado de Hitler hacia la
dictadura. Entre estas salvaguardas, que los adversarios de Hitler
supuestamente habían podido arrancarle, estaban: 1) que la ley de
Autorización no le daba poder a Hitler personalmente sino más bien a
todo el gabinete, para enfrentar las condiciones de emergencia que
encaraba Alemania. Además, se estipulaba que la ley sólo tendría
vigencia si dos tercios de los puestos del gabinete permanecían en manos
de los no nazis; 2) que podía renovarse o derogarse luego de cuatro
años; 3) que prohibía apartarse de la Constitución de Weimar en lo
tocante a la existencia independiente del Reichstag y los estados
federales; y 4) que no constituía una forma de limitación a los poderes
independientes del presidente. De hecho, cuando se dirigió al Reichstag
el 23 de marzo de 1933, el día que se promulgó la ley de Autorización,
Hitler juró actuar dentro de estas “limitaciones”:
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El
Partido Socialdemócrata y los sindicatos capitularon: “El 1 de mayo,
mientras que Hitler cantaba un peán a los trabajadores alemanes en una
concentración de más de 1,5 millones de personas en Berlín, la
maquinaria de Estado policíaco nazi estaba poniéndose en marcha para
aniquilar físicamente a los sindicatos el día siguiente”.
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“El gobierno no hará de estos
poderes más uso que el esencial para llevar a cabo las medidas
vitalmente necesarias. No se amenaza ni la existencia del Reichstag ni
la del Reichsrat [la cámara alta del Parlamento]. La función y los
derechos del Presidente siguen intactos. . . No se anula la existencia
separada de los estados federales. Los derechos de las iglesias no serán
menoscabados, ni cambiará su relación con el Estado. El número de casos
en los que hay una necesidad interna de recurrir a dicha ley es
limitado”.
Con estas “garantías” en mano, el
Reichstag procedió a promulgar esta ominosa ley por 441 votos contra 84.
Sólo los socialdemócratas votaron contra el proyecto.
La rapidez con que desaparecieron
todas las instituciones que Hitler tan piadosamente había prometido
proteger fue verdaderamente pasmosa. El 7 de abril disolvió la
separación de poderes de los estados federales históricos, y los
absorbió a todos como “cuerpos administrativos” del Reich. Designó
“comisarios” del Reich para vigilar la administración de estas entidades
antes orgullosas y poderosas. En virtud de las restricciones de la
misma ley de Autorización, que Hitler había proclamado “no anularía la
existencia separada de los estados federales”, no hubo una voz de
oposición eficaz. En cuanto al propio Reichstag, en menos de cuatro
meses devino en una institución unipartidista. El 14 de julio de 1933 se
aprobó una ley que decía:
“El Partido Nacional Socialista de
los Trabajadores Alemanes (nazi) es el único partido político en
Alemania. Quien pretenda mantener la estructura organizativa de otro
partido político o formar uno nuevo será castigado con hasta tres años
de trabajos forzados o con prisión de seis meses hasta tres años, si el
acto no está sujeto a penas mayores de acuerdo con otras normas”.
¿Qué había pasado con todos los
otros partidos, que en total obtuvieron el 56% de los votos del
electorado alemán el 5 de marzo? El Partido Comunista, con sus 4.848.058
votos, había sido prohibido de participar en el Reichstag. El Partido
Socialdemócrata (SPD), con sus 7.181.629 votos, desapareció sin siquiera
gimotear. El 10 de mayo la policía de Hermann Göring allanó las
oficinas del SPD y su periódico. El 19 de mayo, esperando congraciarse
de nuevo con Hitler, la facción del SPD en el Reichstag votó
unánimemente a favor de su política exterior, y condenó a los
socialdemócratas que en el extranjero osaron criticar al Führer.
Pero sus esfuerzos propiciatorios de última hora no fueron de ningún
provecho, pues Hitler proscribió formalmente al SPD el 22 de junio, so
capa de que era “subversivo y hostil al Estado”.
El Partido Nacionalista, el ufano
aliado de los nazis, con sus 3.136.760 votos, se disolvió
“voluntariamente” el 29 de junio. Ese día renunció Alfred Hugenberg,
quien inicialmente había sido ministro de Agricultura y Economía de
Hitler. Ocho días antes, la policía y los camisas pardas se habían
tomado las oficinas del Partido Nacionalista a lo largo y ancho del
país.
El católico Partido Popular de Baviera, con sus 1.075.100 votos, se autodisolvió el 4 de julio.
El Partido Católico del Centro,
con sus 4.424.900 votos, un partido que Hitler había cortejado tan
asiduamente menos de cuatro meses antes y que había sido el baluarte de
la República de Weimar, se autodisolvió calladamente el 5 de julio.
Y así fue como la mayoría no nazi
del Reichstag se autodestruyó bajo el impulso de sus propias ilusiones, y
dio paso a un monopartido de aprobación maquinal para ese loco
patrocinado por la geopolítica angloamericana, llamado Adolfo Hitler.
El Frente del Trabajo nazi
Los sindicatos, con una afiliación
de más de 8 millones de obreros, desaparecieron aun más rápido. Como
fue el caso de los partidos políticos, fueron sus propios engaños los
que allanaron el camino para su abrupta disolución. La dirigencia, por
supuesto, ya se había desacreditado mucho al no adoptar los planes de
desarrollo económico y creación de empleo de Lautenbach o de Woytinsky. [2]
Agravaron este error estratégico al tratar de aplacar a Hitler a
principios de 1933. O, para decirlo de un modo que podría ser más
entendible para los americanos hoy, trataron de “seguir la corriente
para no buscarse problemas” con Hitler.
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Las iglesias
capitularon: Hitler saluda a su amigo y camarada nazi, el “obispo del
Reich” Ludwig Müller, tras establecer la “iglesia cristiana del Reich”.
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El 17 de marzo el presidente de la
federación sindical cristiana declaró que sus miembros limitarían su
atención a los temas económicos y sociales locales, y dejarían a “otros”
el manejo de las políticas de Estado. Según él, había llegado el
momento de que surgiera un pueblo y trabajadores que fueran verdaderos
profesionales (es decir, apolíticos). El 21 de marzo la directiva del
ADGB, que representaba a más del 80% de los obreros sindicalizados de
Alemania, expresó su disposición a abandonar todas sus funciones e
intereses políticos, y a limitarse pura y simplemente a los asuntos
sociales, “sin importar qué tipo de gobierno nacional se establezca”. [3]
Ocho días después la directiva prometió un rompimiento total con el
SPD, que había enfurecido a Hitler con su voto en contra de la ley de
Autorización, así como empezar una “cooperación de amplio alcance” con
los patronos alemanes.
A principios de abril la misma
directiva engañada apeló en vano al presidente Hindenburg, a quien le
suplicó frenar la conducta brutal y descaradamente ilegal de Hitler
contra varios sindicatos. No sorprende que Hindenburg no hiciera nada.
El 4 de abril el régimen de Hitler promulgó una “ley sobre la
representación en las fábricas y de asociación económica”. Esta ley
facultaba a los patronos a despedir a cualquier empleado considerado
“sospechoso de realizar actividades hostiles contra el Estado”, a la vez
que les quitaba a los empleados el derecho de apelar la decisión de los
patronos. Además la ley establecía que, “las más altas autoridades del
Estado, o cualquier autoridad designada por aquellas, pueden ordenar la
cancelación de la afiliación de los miembros del consejo de la fábrica
que participen en actividades económicas o políticas contrarias a los
intereses del Estado. También pueden seleccionar, entre el personal
elegible dentro de la empresa, a los nuevos miembros de consejo de la
fábrica”.
Así, las autoridades nazis se
atribuyeron poderes casi ilimitados para contratar y despedir en
cualquier empresa particular. Fue un día innoble para los sindicatos,
que respondieron aun con más servilismo.
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El 1 de
abril de 1933 se decretaron leyes antijudías: el letrero reza,
“Alemanes, defiéndanse. No le compren a los judíos”. “Este fue el
comienzo del proceso. . . que condujo, inexorablemente, a la ‘Solución
Final’ ”. (Foto: USIA).
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El 10 de abril Hitler promulgó una
ley que declaró el 1 de mayo como “Día Nacional del Trabajo”, y como
tal, un día festivo pagado para todos los obreros. Los ilusos y
temerosos círculos dirigentes sindicales se pusieron todos estáticos por
esta “muestra de respeto y aprecio” al trabajador alemán, y este
supuesto reconocimiento de Hitler a la tradicional fiesta que los
trabajadores celebran en mayo. Un periódico sindical hasta declaró que
la fiesta del 1 de mayo era el “Día de Victoria”.
Mientras tanto, los matones nazis
de Hitler trabajaban furiosamente y en secreto, ¡preparándose para la
abolición del movimiento sindical el 2 de mayo! Sus esfuerzos los
dirigía Robert Ley, quien llegaría a ser famoso en las primeras semanas
de mayo como la cabeza del nuevo Frente del Trabajo nazi, que
suplantaría a las viejas organizaciones sindicales (proscritas). El 21
de abril, con advertencias de “estricta confidencialidad”, Ley envió una
carta a todos los principales funcionarios del partido nazi, de la SA y
de la SS, informándoles que, “en la mañana del martes 2 de mayo, a las
10:00 a.m., comenzará el Gleichschaltung [medidas encaminadas a
eliminar la oposición] contra los sindicatos libres”. Éstas serían
supervisadas por los dirigentes distritales (gauleiters) del
partido nazi. Todas las cuentas bancarias y oficinas de los sindicatos
serían decomisadas, y todos los funcionarios sindicales y gerentes de
las sucursales de los bancos de los sindicatos serían puestos en
“detención preventiva”, es decir, arrojados en campos de concentración.
Así que, el 1 de mayo, mientras
que Hitler cantaba un peán a los trabajadores alemanes en una
concentración de más de 1,5 millones de personas en Berlín, la
maquinaria de Estado policíaco nazi estaba poniéndose en marcha para
aniquilar físicamente a los sindicatos el día siguiente. Lo que es
notable en particular del arresto en masa de los dirigentes sindicales, y
la incautación de sus oficinas y cuentas bancarias por parte del
partido nazi y la SA, es que ¡no se adujo siquiera el más mínimo
pretexto legal para justificar la medida! Es decir, no se acusó a los
sindicatos de violar ninguna ley específica; ni siquiera fueron
reprimidos por el Estado como tal. ¡Fueron el partido nazi y sus camisas
pardas de la SA, no el Estado o la policía local, los que llevaron a
cabo los arrestos y las confiscaciones!
A estos abismos había descendido
Alemania bajo la ley de Autorización de Hitler. Casi nadie alzó su voz
en protesta cuando el criminal Robert Ley ufanamente proclamó el
nacimiento del Frente del Trabajo nazi, disolvió todos los sindicatos, y
absorbió a sus miembros bajo su nuevo paraguas.
Hitler contra los judíos y las iglesias
El 1 de abril Hitler promulgó una
ley que declaraba el boicot a las tiendas judías. También promulgó leyes
que excluían a los judíos del servicio público, las universidades, y de
varias otras profesiones. Éste fue el comienzo del proceso de
despojarle su ciudadanía a los judíos alemanes, uno de los primeros
pasos en el monstruoso plan para deshumanizarlos, que condujo,
inexorablemente, a la “Solución Final” y al asesinato de 6 millones de
judíos.
Hitler también era anticristiano.
Lanzó una campaña, que abortó, para establecer una iglesia “cristiana
alemana”. En Alemania había cerca de 45 millones de protestantes, la
mayoría pertenecientes a las iglesias luterana y reformada. Hitler
quería establecer una nueva “iglesia cristiana del Reich”, que sería
encabezada por su amigo y camarada nazi Ludwig Müller.
A fin de cuentas, Hitler tuvo que
desistir de su agresiva campaña dirigida a subordinar formalmente a la
iglesia protestante al Reich. Pero fue lo suficientemente astuto para
reconocer que la supuesta victoria de los protestantes contra él en este
asunto, fue en sí misma una valiosa forma de ilusión que él podía
explotar en otros teatros. Por ejemplo: ¿dónde estuvieron las voces de
los protestantes para hacerse escuchar después de que Hitler liquidó a
su oposición en la orgía de asesinato en masa ocurrida el 30 de junio de
1934? Luego de asegurar su victoria nominal contra el proyecto de
Hitler, debido a su estrechez de miras, los protestantes no vieron la
necesidad de afrontar las realidades más amplias, más abarcadoras y
horrorosas que amenazaban a Alemania. Exceptuando al noble Dietrich
Bonhöffer —un destacado pastor protestante que intentó unir a la
población contra Hitler, y fue ejecutado por los nazis en 1945— y a un
puñado de otros, el silencio en estos círculos fue ensordecedor, y el
pensamiento estratégico totalmente deficiente.
Hitler aprovechó la combinación de
las ilusiones de sus enemigos, y el terror desatado en la población por
las brutales legiones de la SA de Ernst Röhm a fines de 1933 y
principios de 1934, para proceder a una más amplia consolidación de su
dictadura monopartidista. En el primer año de su régimen se construyeron
50 campos de concentración, donde decenas de miles de “enemigos del
Estado” fueron encerrados en “detención preventiva”, sin el debido
proceso judicial o asesoría legal. Pero a la vez que fortalecía sin
restricciones su dominio sobre la población en general, crecía el
desasosiego en su propio partido, en particular en la SA de Ernst Röhm.
Sus filas se expandían, al punto que el número de miembros registrados
excedía los 2 millones. Röhm y algunos de sus asociados comenzaron a
hablar de sí mismos como el “Ejército del Pueblo”, y de los cambios que
en consecuencia deberían hacerse en la doctrina de las Fuerzas Armadas. A
ese fin, en febrero de 1934, Röhm presentó un memorando al gabinete.
Muchos de sus colegas ya hablaban de la necesidad de conducir la
“segunda fase” de la aún incompleta revolución nazi. Hitler respondió
reafirmando que el Reichswehr (el ejército) era el “único
portador de armas” en Alemania, y rechazó rotundamente la idea de una
“segunda revolución”. Por otro lado, fue pródigo en elogios a la
conducta de Röhm, y aplaudió el “importante trabajo” que la SA había
realizado a lo interno del país.
Como las tensiones entre Hitler, el Reichswehr
y la SA aumentaron en el segundo trimestre del año, Hitler finalmente
decidió desplegar a la policía especial de Göring y a los matones de las
SS de Heinrich Himmler para “liquidar” a Röhm y toda la dirigencia de
la SA en la “noche de los cuchillos largos”.
La justificación de Schmitt de la purga sangrienta de Hitler
La
noche del 30 de junio de 1934 —la “noche de los cuchillos largos”— el
canciller Adolfo Hitler ordenó el asesinato de decenas (tal vez cientos)
de sus adversarios políticos. Entre ellos estaba el general Kurt von
Schleicher, el predecesor de Hitler como canciller; la esposa de Von
Schleicher; y el general Ferdinand von Bredow, viejo ayudante de campo
de Von Schleicher; así como muchos otros líderes y asociados de los
camisas pardas de la SA de Ernst Röhm, incluyéndolo a él mismo. Los
asesinatos los perpetraron escuadrones de la muerte escogidos de las
filas de la Gestapo de Hermann Göring y la SS de Heinrich Himmler.
El
salvajismo con el que los llevaron a cabo es casi indescriptible. El
general Von Schleicher y su esposa respondieron a la puerta, sólo para
que les dispararan de muerte ahí mismo. El general Von Bredow corrió una
suerte similar. A Gustav von Kahr, el hombre que había suprimido con
éxito la intentona golpista de Hitler en 1923 y que ya tenía tiempo
retirado de la política, lo encontraron en una ciénaga cerca de Dachau
asesinado a golpe de zapapicos.
Los
colaboradores leales fueron ejecutados porque “sabían demasiado”. El
padre Bernhard Stempfle, quien había ayudado a publicar el libro de
Hitler, Mi lucha, pero que se la había ido la lengua al hablar de
las circunstancias en torno al suicidio de la ex novia de Hitler, Geli
Raubal, fue encontrado con el cuello roto y tres disparos al corazón en
un bosque cerca de Múnich. A Karl Ernst, el hombre de la SA al que
Göring le comisionó el incendio del Reichstag el 27 de febrero de 1933,
lo despacharon a Berlín para ejecutarlo. Otros tres miembros de su
equipo de pirómanos que participaron en lo del Reichstag corrieron la
misma suerte.
Antes
de que ocurriera, no hubo indicios de “justificación legal” para
efectuar esta purga. Hitler simplemente quería eliminar a los elementos
destacados de su oposición real, imaginaria y potencial a fin de
aterrorizar a todos los demás para que se sometieran a su dictadura.
Empezó a tratar de encubrir su genocidio con un velo de legalidad el 3
de julio, cuando le presentó a su gabinete una propuesta de ley para la
Defensa del Estado, la cual simplemente decía: “Las medidas que se
tomaron el 30 de junio, y el 1 y 2 de julio, para la supresión de
ataques de alta traición y de traición al Estado son, como una defensa
de emergencia del Estado, legales”. El ministro de Justicia Franz
Gürtner señaló que la propuesta de Hitler no creó una nueva ley, sino
que sólo confirmó la ya existente. El gabinete aprobó de forma unánime
la propuesta de ley de Hitler.
Diez
días después, Hitler dirigió un discurso de dos horas al Reichstag (13
de sus miembros habían sido ejecutados el 30 de junio) y a la nación, en
el que justificaba con descaro sus acciones: “Se rompieron los motines
conforme a las eternas leyes de hierro. Si se me reprocha por no
recurrir a los tribunales de derecho procurando una sentencia, sólo
puedo decir: en esa hora yo era responsable por el destino de la nación
alemana y, en tanto tal, el juez supremo del pueblo alemán. . . ¡Yo di
la orden de dispararle a aquellos que son los más culpables de esta
traición, y di la orden de quemar, hasta la carne viva, las úlceras de
nuestro venero de veneno interno y del veneno del exterior!”
Le
correspondió luego a Carl Schmitt —el hombre que es la inspiración y el
padrino “legal” de la Sociedad Federalista del magistrado Samuel Alito—
presentar una elaborada justificación legal de las acciones de Hitler,
en la edición de 1934 del Boletín de los Abogados Alemanes.
Schmitt ya le había venido proporcionando una fachada legal a la
ofensiva de Hitler hacia la dictadura los 18 meses anteriores. En un
artículo titulado “El líder protege la ley”, Schmitt alegaba que cada
acto asesino y criminal que se ordenó ejecutar durante el baño de sangre
del 30 de junio y después, fue tanto lícito como valiente. Schmitt
afirmó que el líder dictador, al actuar en tiempos de crisis, por
definición es y crea el derecho. El proceder del dictador no está
subordinado a la justicia; es, en sí mismo, la “justicia suprema”. Es
más, entre más grande sea la crisis y más “excepcional la medida o el
acto del líder dictador, más grande la pureza y esencia de la ley así
creada.
“El
líder protege la ley del peor abuso cuando él, al momento del peligro,
en virtud de su liderato como juez supremo, crea directamente el
derecho. ‘En esa hora yo era responsable por el destino de la nación
alemana y, en tanto tal, [me convertí en] el juez supremo del pueblo
alemán. . .” [le dijo Hitler al Reichstag]. El verdadero líder siempre
es también juez. Del reino del líder se desprende el reino del
Derecho. . . En realidad, el acto del líder era la autoridad verdadera.
El acto no está subordinado a la justicia; es, de hecho, la justicia
suprema. No fue la acción de un dictador republicano, quien, en un vacío
legal, mientras la ley se hace momentáneamente de la vista gorda, crea
un hecho consumado y, por ello, sobre la base de tales hechos recién
creados, perpetúa la ficción de una legalidad permanente inconsútil. El
poder del líder en tanto juez nace de la misma fuente del Derecho de la
que emanan los derechos del pueblo. En tiempos de gran emergencia, la
ley suprema prueba ser digna, y sólo es en grandes crisis tales, en el
más sumo grado, que aparece la realización jurídica vindicativa de esta
ley. Toda ley se deriva del derecho del pueblo a existir. Cada ley
estatal, cada decisión de los tribunales, sólo comprende tanta justicia
como la que deriva de su fuente. . . El contenido y alcance de su acción
lo determina sólo el propio líder”.
Así, en
un estado de emergencia continua o permanente, el líder crea
permanentemente “nuevas leyes”, con cada nuevo “acto excepcional”. Y
después del 11 de septiembre de 2001, al igual que después del 27 de
febrero de 1933, todo acto excepcional tal se justifica en el nombre de
“defender la existencia del pueblo”.
—por Steve Douglas.
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El
13 de julio en un discurso ante el Reichstag, Hitler alegó que Röhm y
todos los demás estuvieron implicados en un complot insurreccional
contra Alemania. Como en el caso del incendio del Reichstag, Hitler
nunca aportó la más mínima prueba. Con voz desafiante declaró a los
diputados: “Si alguien me reprocha y pregunta por qué no recurrí a los
tribunales de justicia ordinarios, todo lo que puedo decirle es que, en
esta hora, yo era responsable del pueblo alemán, y por lo tanto devine
en su juez supremo”.
Von Schleicher fue asesinado en
esta masacre. Hitler alegó que su crimen había sido conspirar con un
diplomático extranjero contra Alemania. El 3 de julio el obediente
gabinete de Hitler ya había “legalizado” la matanza, cuando respaldó las
medidas como necesarias para la “defensa del Estado”.
De todos los oficiales superiores
de las Fuerzas Armadas alemanas, sólo el general Hammerstein–Equord,
quien había sido comandante en jefe del Ejército cuando los nazis
tomaron por asalto el poder, condenó enérgicamente los asesinatos de los
generales Schleicher y Von Bredow. Él organizó al mariscal de campo
retirado Von Mackenson a unírsele en su campaña de protesta. Sus
esfuerzos fueron limitados en extremo, y sólo lograron incitar a Hitler a
admitir, con ocasión de una reunión secreta de dirigentes militares y
funcionarios de su partido, el 3 de junio de 1935, que el asesinato de
los dos generales había sido “un error”, y que sus nombres serían
restituidos al cuadro de honor de sus regimientos.
En cuanto a la población en
general, con desesperación buscaba alivio de los desafueros de los
matones camisas pardas de Röhm. Hitler, en una indescriptible noche
sangrienta y sin ley, al parecer le había proporcionado ese remedio.
Pero ésta era una población aturdida, cuyas normas previas de ley y
justicia habían sido deformadas y torcidas en los 18 meses precedentes
de convulsión permanente.
El presidente Hindenburg falleció
el 2 de agosto de 1934, menos de seis semanas después de la carnicería
de Hitler. Al mediodía se anunció que el gabinete de Hitler había
aprobado una ley el día anterior que unificaba los cargos de presidente y
canciller, y que Adolfo Hitler había asumido sus nuevas
responsabilidades como jefe de Estado y comandante en jefe de las
Fuerzas Armadas. Se abolió el título de presidente y de allí en adelante
Hitler sería llamado “Führer y Canciller del Reich”. También se
exigió a todos los miembros de las Fuerzas Armadas pronunciar un nuevo
juramento, que decía: ”¡Juro por Dios este sagrado juramento, que
obedeceré incondicionalmente a Adolfo Hitler, el Führer del Reich
y del pueblo alemán, comandante supremo de las Fuerzas Armadas, y
estaré dispuesto, como un soldado valiente, a arriesgar mi vida en
cualquier momento por este juramento”. Algunos jefes militares dijeron
después que odiaron jurar, ¡pero lo hicieron!
El 19 de agosto de 1934 el pueblo
alemán asistió a las urnas para “votar” en un plebiscito sobre las
nuevas responsabilidades de dirigencia de Hitler. El 95% de los votantes
inscritos acudió a las urnas, y más del 90% ratificó a Hitler como el Führer. Es decir, más de 38 millones de alemanes votaron para ratificarlo como Führer,
y unos 4 millones 250 mil votaron en contra. Apenas 18 meses antes
Hitler había recibido menos de 17 millones 300 mil votos, en una
elección multipartidista en la cual participaron más de 38 millones de
votantes. ¡Qué cambio! ¡Qué descenso al infierno!
Ese descenso estuvo empedrado por
los autoengaños de los alemanes, que no difiere de cómo hoy el descenso
de Estados Unidos al infierno está empedrándose con ilusiones de
naturaleza similar. Como Lyndon LaRouche declaró no hace mucho acerca de
la naturaleza del autoengaño: Una persona “embaucada, nada más porque
cada imbécil tal desea que se le mienta con cualquier ilusión que,
aunque sea por un instante, ‘lo haga o la haga sentir bien’. La manera
más eficaz para que los magos y otros logren que la gente se autoengañe,
es diciéndole a las víctimas probables: ‘Ver para creer’. . . O, ‘Todos
estuvieron de acuerdo’. O, ‘¡Pero si tenía una mirada tan honesta!’
Así, dirige a las víctimas para que concentren su atención en lo que tú
quieres, dales la experiencia sensual en la que desean creer y, con
frecuencia, serán engañadas con facilidad”. [4]
Es hora de que los estadounidenses
dejen de autoengañarse. Es hora de aprender las lecciones que nos da la
historia del autoengaño de los alemanes de 1933–34. Ha llegado la hora
de finalmente escuchar a Lyndon LaRouche.
—Traducción de Héctor Cuya.
[1]William L. Shirer. The Rise and Fall of the Third Reich (El auge y caída del Tercer Reich). (Nueva York; Simon & Schuster, 1959, pág. 195.)
[2]Ver “El concepto de crédito productivo de Lautenbach”, por Harmut Cramer (Resumen ejecutivo de EIR de la 2a
quincena de enero de 2004, vol. 21, núm. 2); y “How the German Trade
Unions Could Have Stopped Hitler” (Cómo los sindicatos alemanes pudieron
haber detenido a Hitler), por Gabriele Liebig (Executive Intelligence Review del 11 de abril de 1997).
[3]“Die national–socialistiche Machtergreifung”, por Karl Dietrich (Colonia; Westdeutscher Verlag, 1974, págs. 250–251).
[4]“¡Los magos de Wall Street te volvieron a engañar!”, por Lyndon H. LaRouche (Resumen ejecutivo de EIR de la 2a quincena de junio de 2002, vol. 19, núm. 11).
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