lunes, 12 de agosto de 2013

Las reglas de oro del dogma terrorista



Oumma.com

Traducido para Rebelión por Caty R.

El tratamiento del terrorismo en los medios de comunicación se caracteriza por su extrema variabilidad, pero siempre ateniéndose a una línea que divide al planeta en un mundo inferior y otro superior. En el primer caso lo condenan a la insignificancia, en el segundo lo elevan al paroxismo.
Si nos atenemos a la definición habitual las cosas parecen sencillas: el terrorismo es el ejercicio indiscriminado de la violencia sobre las poblaciones civiles con el fin de lograr un resultado político. Sin embargo de entrada el término terrorismo, como una bomba de relojería, es tramposo. Porque el dogma occidental marca su utilización de forma imperativa y prescribe el único significado aceptable.
El código lingüístico se organiza en torno a tres reglas esenciales:
La primera es que solo se puede hablar de terrorismo si las víctimas son occidentales, es decir, norteamericanas, europeas o israelíes, las que pertenecen al resto de la humanidad no se benefician de esa dignidad original ni deben figurar en las listas de víctimas inocentes. Así es, desde hace 20 años el terrorismo se ha cobrado menos víctimas en Occidente que en el resto del mundo. El atentado de Boston fue el primero en suelo estadounidense desde 2001, mientras que el terrorismo yihadista mató a 2.000 paquistaníes solo en un año.
Pero importa poco que los demás paguen masivamente el precio: son la calderilla de ese peligro planetario. El desencadenamiento de la violencia ciega indigna tanto más a la opinión occidental en cuanto que parece totalmente incomprensible, desprovisto de sentido. Lo que provoca la cólera es menos el mal evidente que la irracionalidad innata del terrorismo.
«Después de la tragedia de Boston, leíamos en Newsweek, es imposible no plantearse las mismas preguntas que nos planteamos tras el 11-S: ¿Hasta qué punto estamos seguros en nuestros hogares? ¿Por qué Estados Unidos es a menudo el objetivo de muchas personas que tienen mucho que reprocharnos? ¿Por qué nos odian esas personas?». Si el terrorismo es malo es porque no tiene razón de ser, porque es un absurdo escandaloso. Y si la violencia perpetrada contra Occidente bate todos los récords de audiencia es proporcional a un incalculable perjuicio moral y no al perjuicio físico que conlleva: la muerte sembrada por una barbarie llegada de otros lugares es incalificable porque es absurda, es innombrable porque desafía la razón.
De esa interpretación del terrorismo da testimonio perfectamente el tratamiento dado por los grandes medios de comunicación occidentales a los atentados. Las declaraciones periodísticas se destilan en un molde dual que divide dócilmente el planeta en dos hemisferios: aquél donde los atentados merecen que se hable de ellos y el de los de poca monta. En el mercado mundial de la muerte en directo, el valor de la vida humana sufre unas fluctuaciones impresionantes. El tiempo de antena dedicado a las víctimas acusa variaciones espectaculares según su nacionalidad. Y, sobre todo, a las posibles causas de esas violencias solo se les aplica el coeficiente terrorista cuando las víctimas pertenecen al «mundo civilizado». La muerte provocada por atentados solo se saca de la banalidad planetaria si el suplicio vale la pena: sólo accede a su significado si transgrede la ley occidental no escrita de «cero muertos».
Solo los occidentales sucumben bajo los efectos de una violencia injustificable. Entonces la imputación de la responsabilidad se convierte inmediatamente en una incriminación terrorista. Sin embargo esa sombra terrible solo planea sobre nuestras cabezas porque la esfera mediática le concede una existencia virtual. La realidad del terrorismo siempre es una realidad prestada, concedida por la representación que forjan los medios de comunicación, presa de su reproducción audiovisual. Porque es rehén de un efecto espejo, únicamente su visibilidad planetaria, en el fondo, le insufla una auténtica existencia: un atentado del que no se habla no es un atentado, sino un accidente que solo afecta a las víctimas y al resto del mundo le resulta completamente indiferente.
En consecuencia, el tratamiento mediático de la actualidad terrorista no se fija en los matices. Fuera de Occidente la selectividad de los medios presenta el terrorismo como algo inexistente, lo reduce a un alineamiento casual de cifras. Privado de resonancias afectivas, el relato de los hechos se tiñe de una fría estadística que lo condena al olvido. Perú y Colombia son duramente golpeadas por el terrorismo desde hace dos decenios, pero, ¿a quién le importa? En cambio dentro de las fronteras occidentales la parcialidad mediática ambiental confiere al suceso un misterioso surrealismo, lo eleva a la categoría de tragedia emblemática, le atribuye un significado que sobrepasa siempre sus circunstancias inmediatas. «El siglo XXI converge hacia Boston», titulaba el New York Times al día siguiente del atentado. Tres muertos en una ciudad estadounidense y el sentido futuro de una historia mundial secular se aclara, se presta inmediatamente a una interpretación que le trasciende.
Así la consideración mediática del terrorismo se caracteriza por su gran variabilidad, pero según un parámetro que divide el planeta en un mundo inferior y otro superior. En el primer caso se condena al terrorismo a la insignificancia, en el segundo se le eleva al máximo. Y Occidente se permite el lujo de alardear de valores universales cuando el interés de los medios de comunicación siempre depende del PIB por habitante. En este sentido los medios nunca son ajenos a lo que cuentan o a las imágenes que difunden: Los medios crean propiamente el suceso, lo forjan con sus propias armas.
Como corolario de la primera, la segunda regla estipula que en cambio los terroristas son necesariamente no occidentales: Si las víctimas son nuestras, el terrorismo siempre es de los otros. Si las potencias occidentales recurren a él, ese terrorismo inconfesable pierde inmediatamente sus atributos, como por arte de magia se le limpia la marca de la infamia. El hecho de que el primer secuestro aéreo de la historia fuese realizado por el Ejército francés contra los líderes del FLN argelino, en 1956, nunca ha infligido a la patria de los derechos humanos esa denominación infamante.
Desde este punto de vista el terrorismo no es un modelo operativo, sino una cualidad intrínseca: no es terrorismo por el hecho de martirizar a las poblaciones civiles, sino por esencia; no lo es debido a sus actos, sino en función de sus orígenes, de manera congénita. Así los bombardeos asesinos de Grozni o de Gaza se libran de esa clasificación, aunque responden perfectamente a la definición de terrorismo, porque sus comanditarios civilizados son exonerados por esencia de cualquier compromiso con la barbarie que los rodea.
Por si fuera poco, esa violencia de Estado a gran escala se justifica como una reacción del ocupante al salvajismo del ocupado: la legítima defensa de los fuertes responde, nos dicen, al fanatismo asesino de los débiles. Cualquier acción armada, desde el momento que afecta a los occidentales, se reduce a terrorismo de una forma u otra, incluida la que afecta a los objetivos militares. Los actos de resistencia a la ocupación extranjera se atribuyen invariablemente a esa denominación infamante: cualquier potencia ocupante trata inevitablemente con resistentes terroristas.
Lo que valía para la Europa ocupada en la Segunda Guerra Mundial vale hoy para los territorios palestinos o chechenos. Experto en la materia, el general de Gaulle no se equivocó al declarar en su rueda de prensa de 1967 que «Israel ha organizado en los territorios usurpados una ocupación que no puede existir sin opresión, represión y expulsiones; lo que se expresa contra el Estado judío es la resistencia que él califica de terrorismo». Así, al invocar una presunta consecuencia lógica (como si el terrorismo de los débiles precediese al antiterrorismo de los fuertes), la autojustificación de la represión cambiar la causa por el efecto.
Del establecimiento de esta segunda regla ya podemos sacar dos enseñanzas. La primera es que la utilización del término terrorista se prohíbe cuando la violencia contra los civiles llega a un umbral crítico. Cuanto más elevado es el número de víctimas menos parece imponerse la calificación de terrorismo: esta regla cuantitativa absuelve, por lo tanto, las matanzas masivas, la acusación de terrorismo solo sirve para la muerte al por menor. La segunda enseñanza es que el Estado nunca es culpable de terrorismo. Ninguna instancia internacional, por ejemplo, se atreve a calificar de «terrorismo de Estado» un bombardeo deliberado de zonas habitadas. Al contrario, todo sucede como si la reprobación moral fuese inversamente proporcional a la amplitud del daño cuando una gran potencia defiende sus intereses haciendo uso de las armas.
Como consecuencia de las dos anteriores, la tercera regla, finalmente, exige que se deje en la sombra la génesis histórica del terrorismo yihadista. Muralla frente a la influencia soviética, antídoto del nacionalismo árabe, oportuno competidor de la subversión chií… En efecto, los estrategas de la CIA han adornado al yihadismo con todas las virtudes. Al diluir la nación árabe en un conjunto más amplio, el panislamismo promovido por los saudíes tenía la virtud de neutralizar el nacionalismo árabe laico y socializante Y la alianza con una Arabia Saudí conservadora en el plano interno y dócil en el plano exterior constituía, además de la ósmosis con Israel, el auténtico eje de la política estadounidense.
Durante un decenio Washington entregó 600 millones de dólares anuales a los combatientes del yihadismo antisoviético. Pero la paradoja es que tras el hundimiento ruso Estados Unidos continuó dando su apoyo político y económico a la guerrilla afgana. Su impresionante victoria sobre el Ejército Rojo aureoló al yihadismo combatiente de una reputación de eficacia que incitó a Washington a manipularla en su provecho. En nombre de la lucha contra la Unión Soviética EE.UU. favoreció sistemáticamente a las organizaciones más radicales. De esa manera la CIA, lista para cualquier manipulación, terminó pariendo monstruos cuyo peligro real era incapaz de apreciar.
Mientras trazaba audaces combinaciones entre las facciones afganas, la CIA no vio venir la amenaza que se abatía sobre el corazón de Estados Unidos el 11 de septiembre de 2011. En suma, Estados Unidos pecó por exceso de confianza en la omnipotencia del dólar. Fortalecido con sus ramificaciones internacionales, el yihadismo combatiente que se alimentaba de violencia extrema con su bendición ya no le necesitaba. La inconfesable génesis de Al Qaida, por lo tanto, no es ningún secreto: fue el efecto combinado de la obsesión antisoviética de Estados Unidos y el espanto saudí ante la penetración «jomeinista».
Así, el discurso occidental sobre el terrorismo presenta un engaño triple: la restricción geográfica, una imputación exclusiva de las causas y una férrea ley del silencio con respecto a sus orígenes. Esta semántica del terrorismo exculpa a Occidente de cualquier responsabilidad al tiempo que invita a las masas asustadas a cerrar filas alrededor de sus dirigentes, Para conferir al discurso sobre el terrorismo su efecto máximo, el lenguaje circunscribe su significado por medio de un auténtico subterfugio. Se obtiene, en efecto, por un puro efecto lingüístico: basta con imputar los crímenes del terrorismo a los denostados depositarios de una alteridad radical, empujar el origen fuera de las fronteras de la civilización.
Pero al conferirle un significado falsamente unívoco, este discurso además le atribuye un segundo carácter también inverosímil. En efecto, el terrorismo no solo es una amenaza que marca su externalidad absoluta con respecto al mundo civilizado. Esa barbarie llegada de otros lugares también tiene la capacidad de actuar en cualquier momento. Como si estuviera dotada de ubicuidad pende siempre sobre nuestras cabezas. Eso es exactamente lo que pretende la propaganda de Al Qaida: no solo quiere la destrucción del mundo de los infieles y los apóstatas, además la llamada a la yihad global pretende convertir el planeta en un campo de batalla. Al proyectarse en la universalidad del ciberespacio, la yihad toma la apariencia inquietante de una amenaza que ocupa mágicamente todas las dimensiones del espacio y del tiempo.
Hermano gemelo de la retórica de la yihad globalizada, el mito del terrorismo planetario adquiere un alcance sin precedentes. Su influencia es tan profunda que el hecho de evocarlo basta para unir al mundo occidental en un rechazo horrorizado. Entre los oropeles con los que tapa sus ambiciones, consecuentemente el discurso proporciona el atavío más cómodo. De la guerra de Afganistán a la de Malí, permite persuadir a la opinión occidental de que está en su derecho cuando aprueba la guerra en casa de otros. Inmuniza contra la duda respecto a los medios empleados y ofrece a buen precio una garantía de buena conciencia.
Toda amenaza, real o imaginaria, provoca una reacción instintiva; el discurso sobre el terrorismo se adorna siempre de las virtudes del realismo, incluso cuando agita fantasmas. Puesto que el peligro es al mismo tiempo impalpable y constante, amenaza a todos y cada uno con su omnipresencia invisible. Está en todas partes y en ninguna, listo para saltar sobre un mundo aborrecido al que sueña con destruir. Así la ubicuidad imaginaria del peligro terrorista es el postulado común del encantamiento yihadista y de la propaganda occidental: a ambos lados ejerce la misma función obsesiva que justifica una guerra sin cuartel y sin piedad.
Fuente: http://oumma.com/16841/terrorisme-regles-dor-de-doxa

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