miércoles, 6 de noviembre de 2013

Indonesia. Matar comunistas

El Viejo Topo


Una vieja película de hace treinta años, The Year of Living Dangerously (El año que vivimos peligrosamente, basada en una novela de Christopher Koch), presentaba, de forma equívoca y tramposa, la Indonesia de 1965 inmersa en un supuesto intento de golpe de Estado comunista contra el presidente Sukarno (el histórico dirigente de la independencia), cuando, en realidad, fue el ejército indonesio, dirigido por el general Suharto, y con el apoyo norteamericano y la ayuda logística de la CIA, quien protagonizó un sanguinario golpe de Estado que culminó con una matanza de dimensiones aterradoras: todavía se discuten las cifras, pero la mayoría de fuentes hablan de alrededor de un millón de militantes comunistas asesinados. Además, fueron encarcelados más de un millón y medio de personas, entre ellas, por citar alguna, el escritor comunista Pramoedya Ananta Toer, el más célebre autor indonesio. En 1965, el Partido Comunista Indonesio, PKI, tenía una gran implantación en el país: contaba con más de tres millones de miembros y un enorme apoyo electoral, siendo el partido comunista más fuerte y numeroso del mundo, tras el chino y el soviético. Sus buenas relaciones con el gobierno de Sukarno y su determinante influencia en el país lo situaron en el centro de las preocupaciones de Washington y Londres. Tanto el gobierno británico del laborista Harold Wilson como el norteamericano de Lyndon Johnson impulsaron el golpe de Estado de Suharto, hasta el punto de que su desarrollo fue planificado en Londres y Washington, cuyos gobiernos y servicios secretos participaron incluso en la elaboración de listas de relevantes miembros del Partido Comunista que debían ser asesinados: hoy sabemos, por ejemplo, que el MI6 británico y la CIA facilitaron a los militares indonesios una lista con cinco mil miembros destacados del partido comunista que debían ser asesinados. No hubo límites para la matanza. Aunque los militares de Suharto mataban a destajo, no era suficiente: así, para “matar a todos los comunistas”, los militares reclutaron también a criminales, asesinos, ladrones y delincuentes que ayudaron en la orgía de sangre y muerte en que los matarifes sumergieron a Indonesia.
Hoy, tres décadas después de aquella película, un documental (The act of killing), de Joshua Oppenheimer, vuelve a poner ante la mirada del mundo una de las mayores matanzas de la historia contemporánea. Uno de los asesinos confesos que aparece en él, Anwar Congo, tiene un destacado protagonismo en el documental, y revela que mató a varios centenares de comunistas. No muestra el más mínimo arrepentimiento, como los demás verdugos. Los asesinos explican el problema que les causaba la abundancia de sangre: manchaba todo, y olía mal, así que aprendieron a matar estrangulando a las víctimas con alambre; ataban un extremo, envolvían el cuello de la víctima, y el verdugo estiraba con un palo desde el otro extremo. No hay pesar, ni dolor, en ellos: los asesinos se jactan de sus actos, orgullosos, seguros de ser los héroes del país. Nunca se juzgaron los hechos, jamás se puso a uno sólo de los asesinos ante un tribunal, nunca se discutió la matanza en el país, y, todavía hoy, el gobierno de Yakarta ignora las escasas reclamaciones de las víctimas porque el recuerdo del horror está grabado a fuego en la memoria colectiva.
Las matanzas no eran una novedad en Indonesia. La administración colonial holandesa ya persiguió y encarceló a los comunistas, antes de la Segunda Guerra Mundial. Miles fueron arrojados a las prisiones. Aunque las matanzas holandesas en 1945, para recuperar el control del territorio, no pudieron impedir la liberación del país, se distinguieron por su crueldad: el militar holandés Raymond Westerling destacó en la represión feroz: distintas fuentes hablan de decenas de miles de ejecuciones. También los bombardeos británicos y holandeses sobre la población civil en Surabaya, en noviembre de 1945, causaron veinte mil muertos.
Las viejas Indias holandesas habían tenido que ceder el paso, en 1949, a la proclamación de la independencia de un gigantesco rompecabezas. Sukarno declaró la independencia desde su propia casa. Tras ella, la CIA comenzó a operar con grupos anticomunistas para combatir al gobierno de Sukarno, una inestable coalición de diversas fuerzas donde destacaba el Partido Comunista. El gobierno de Eisenhower apoyó insurrecciones a finales de los años cincuenta, y, en octubre de 1965, cuando Suharto protagoniza el golpe de Estado (¡con el pretexto de impedir un golpe comunista!), la colaboración de la embajada norteamericana es patente: facilitan información, y suministran equipos de comunicación e incluso armas. Está dirigida por Marshall Green, un colaborador de John Foster Dulles, con experiencia diplomática tras haber trabajado en Corea del Sur durante el golpe de Estado que llevó al poder al general Park Chung Hee. Suharto y los militares se hacen con el poder, aunque, en los primeros meses, mantienen a Sukarno en la presidencia, con una función apenas decorativa. Todavía se desconocen muchos detalles de la trama conspirativa por el silencio impuesto a la matanza, que ha llevado a calificarla como “el genocidio oculto”, aunque no hay dudas de la implicación estadounidense y británica, hasta el punto de muchos comunistas serán asesinados en instalaciones de empresas petrolíferas norteamericanas.
Washington apoyó también la invasión de Timor oriental, con el acuerdo de Gerald Ford y Henry Kissinger, que causó otra matanza de cien mil personas, asesinadas por los militares indonesios. El Nuevo Orden de Suharto, una feroz dictadura, duraría más de treinta años, siempre con el apoyo estadounidense, aunque Washington no dudaría en dejar caer al dictador en mayo de 1998, a la vista de las protestas y del irremediable hundimiento político de su protegido. Suharto jamás pagó por sus crímenes, y murió, sin ser molestado, en 2008. Su régimen fue una empresa de ladrones que saqueó el país, dejando además una cuantiosa deuda, y que facilitó la codicia de las empresas multinacionales, que causó tales estragos en la naturaleza que han destruido buena parte de sus bosques y ríos. Las presidencias de Habibie (vicepresidente con Suharto), del islamista Wahid, y de Megawati Sukarnoputri, hija de Sukarno, dejaron paso, en 2004, a un general del ejército, Susilo Bambang Yudhoyono, que nunca había manifestado la menor crítica a Suharto y su régimen. En 2009, con apoyo islamista, Susilo (o SBY, como es conocido en el país) fue reelegido por gran mayoría, con apoyo islamista.
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Indonesia, que cuenta hoy con casi 250 millones de habitantes, es uno de los gigantes del planeta, aunque su influencia política no guarde relación con su tamaño. Es un universo de más de dieciocho mil islas, que se extiende a lo largo de cinco mil kilómetros desde el Mar de Andamán hasta Australia. Más de la mitad de la población tiene menos de treinta años, y hace casi una década que Susilo Bambang Yudhoyono es presidente del país. El Islam es ampliamente mayoritario: agrupa a más del ochenta por ciento de la población, aunque Bali, por ejemplo, es budista. En Java, el Islam parece amable, pero las persecuciones no están lejanas y los odios religiosos no han desaparecido. Pese a todo, la convivencia entre islamismo, budismo, cristianismo e hinduismo, además de otras religiones menores, se mantiene. Durante la revuelta contra Suharto, en 1998, se produjeron persecuciones y terribles asesinatos contra la minoría china, asentada en el país desde hace siglos, en Yakarta, Solo y en otras ciudades. Muchos comerciantes chinos vieron sus casas y sus negocios arrasados, y, en el barrio chino de Glodok, cerca del viejo puerto de Yakarta, los crímenes, la degollina y las violaciones se multiplicaron, como si fueran los días de la matanza de comunistas de 1965, hasta el punto de que muchas calles fueron arrasadas, y las casas quemadas en un estallido de locura y de odio.
De las miles de islas, Java es la más poblada, el corazón de Indonesia. De hecho, más de la mitad de la población del país vive en ella, isla que tiene una extensión similar a la de Grecia, convirtiéndose así en una de las zonas más densas del mundo. La cultura javanesa articula la moderna idea de Indonesia, un país, de hecho, creado por el movimiento de independencia contra Holanda, donde confluirán el nacionalismo, el islamismo político y las corrientes laicas como la representada por el Partido Comunista. Hoy, conviven múltiples religiones, herencias culturales, idiomas y tradiciones, y subsisten entidades políticas propias del pasado, como el sultán de Yogyakarta, quien continúa desempeñando un papel relevante, gracias a su apoyo a la rebelión contra los holandeses, de forma que, tras la independencia, le fue reconocido un estatus especial y su condición de gobernante vitalicio. Sri Sultan Hamengkubuwono IX, que reinó hasta 1988, es recordado y honrado, como otros sultanes, en el Kraton, el palacio, en salas donde guardan cuadros representando a los soberanos de Yogyakarta, pese a su evidente complicidad con la dictadura fascista: bajo el dictador Suharto, Hamengkubuwono fue vicepresidente del país. Su hijo gobierna hoy el sultanato, en una muestra de que los herederos de la dictadura siguen controlando Indonesia.
Yakarta se ahoga en el humazo pestilente de un tráfico enloquecido que devora a una ciudad de diez o doce millones de habitantes (dicen, ni siquiera el gobierno lo sabe con exactitud). Gigantescas autopistas atraviesan la urbe, como si fueran cicatrices profundas grabadas en su cuerpo por un dios cruel. Es una ciudad dura, inhóspita, que ni siquiera cuenta con agua potable, como muchas de las ciudades indonesias, de manera que los visitantes son advertidos en los hoteles de los peligros que corren. El viejo puerto de Yakarta, en Pelabuhan Sunda Kelapa, conserva muchas goletas de madera, como en el siglo XIX, que continúan utilizándose, y sus cargamentos siguen siendo desembarcados por sudorosos estibadores semidesnudos que acarrean fardos y arrastran carros, como si el desarrollo fuese una noción del futuro que aún debe llegar aquí. Al lado, a unos centenares de metros, están fondeados algunos yates de los plutócratas de hoy. En la vieja Batavia colonial, la actual Kota, las mansiones se hunden, y, en la plaza Taman Fatahillah, las bicicletas con pamelas de colores estacionadas sugieren un presente risueño que es sólo un espejismo. Atrás, en Kali Besar, el canal está lleno de basura, que llega hasta el viejo puente holandés, el único que subsiste, como si fuera un espectro, un delirio de Van Gogh perdido en la Yakarta de nuestros días. En los edificios arruinados y en las casuchas miserables, aquí y allá, se celebran los sesenta y ocho años de independencia, subrayada con sacos hechos con hojas vegetales trenzadas, con el rojo y blanco de la bandera, como los que sirven para cocinar las tortas de arroz.
Los duros suburbios de Yakarta, envueltos en la contaminación asfixiante, son el refugio de millones de pobres, mientras los ricos se aíslan en sus barrios, como en Kemang, o en Pondok Indah, o en Kebayoran Baru, y ven crecer gigantescos centros comerciales como el de Mangga Dua, el más grande de todo el sudeste asiático, mayor que otros de países vecinos como Singapur, Bangkok o Kuala Lumpur. Los richsaws a motor envenenan el aire, muchos de los conductores llevan mascarillas, aunque eso no impide que algunos escupan los pulmones, mientras otros fuman cigarrillos kretek, mezclando tabaco y clavo, que esparcen el peculiar olor dulzón que inunda tantos lugares de Java. Con la estación de las lluvias, una parte de Yakarta se inunda, millones de personas que viven en barrios míseros quedan anegados por las aguas.
Lejos de la capital y del estrépito desquiciado del desarrollo capitalista, en la maravilla budista de Borobudur, el sosiego y la paz tiñen de una suave melancolía los atardeceres cálidos, y en los templos hindúes de Prambanan las cañas de bambú se agitan ante las ruinas con el murmullo secreto de los siglos perdidos. Alineadas a lo largo del camino, parecían silenciosos seres de otro tiempo, observando los bloques de piedra negros, amontonados tras el terremoto, en un silencioso homenaje a tantas víctimas de Suharto, como si fueran los sillares del memorial del holocausto de Berlín, de Eisenman, que puso junto al Reichstag y el Tiergarten. En el templo de Sewu, las ruinas ordenadas crean callejones parecidos a los de Eisenman, con bloques desiguales, inestables, inclinados. Más allá, los almacenes de piedras, bloques, dioses, bueyes, leones, fuentes y pedestales.
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Bandung apenas está a ciento cincuenta kilómetros de Yakarta. Es enorme, caótica y vital, asfixiante a veces. No lejos del Gedung Merdeka, donde se reunieron las voces libres de dos continentes, en la gran mezquita, el gentío es agobiante. Los niños juegan a capturar pececitos en las piscinas de plástico, junto al mercado de baratijas y ropas, de camisas y gorros, negros y blancos, como Sukarno acostumbró al mundo.
Allí, en el Gedung Merdeka, se celebró, en abril de 1955, la conferencia que reunió a veintiocho países. Nehru y Sukarno, además de los dirigentes de Birmania, U Nu; del Ceilán del general Sir John Lionel Kotelawala, y del Pakistán de Mohammed Ali Bogra, fueron los artífices de la convocatoria. Un año antes, en abril de 1954, se había celebrado la conferencia de Colombo, que reunió a esos cinco países que convocaron a Bandung. Las diferencias ideológicas eran enormes: sólo hay que recordar el anticomunismo del general cingalés Kotelawala y el socialismo de Nehru, pero convocan a africanos y asiáticos a iniciar una nueva etapa de la historia.
Cuando se celebra la conferencia, apenas cuatro países africanos son libres del colonialismo: Egipto, Sudán, Etiopía y Liberia. Es una reunión de países africanos y asiáticos, donde se encuentran desde el Japón que emergía tras la ocupación de Estados Unidos, la India menesterosa y digna de Nehru, el Egipto del coronel Nasser, la China popular y el Irán del sha Mohammad Reza Pahlevi, hasta el Vietnam de Ho Chi Minh o el sur títere de Ngô Đình Diệm. Chu En Lai, primer ministro chino, ilustra el nuevo protagonismo asiático, donde se había iniciado la descolonización. Sukarno, Nehru y Chu En Lai son los protagonistas del encuentro, que aprobará un decálogo que es el acta de nacimiento del Movimiento de Países no Alineados. La radical condena del colonialismo y los diez puntos de Bandung marcan un nuevo hito en la historia de dos continentes. Medio siglo después, cuando las guerras de agresión siguen asolando el mundo, merecen ser recordados: Hablan del respeto de los derechos humanos fundamentales y de los principios de la Carta de las Naciones Unidas, del respeto a la soberanía e integridad territorial de todos los países; del respeto del principio de no intervención en los asuntos internos de todos los países. Hablan de que ningún país puede violar la integridad territorial o la independencia de otros a través de una invasión militar, o con la amenaza de la fuerza; y apuestan por resolver conflictos de acuerdo con la Carta de la ONU, a través de medios pacíficos, y de impulsar los intereses mutuos y la cooperación. Hablan del respeto a la justicia y las obligaciones internacionales.
En el verano de 1956, Bandung tuvo continuidad en la reunión que celebraron Nehru, Nasser y Tito, en la isla de Brioni, junto a la península de Istria, cita que dará lugar al Movimiento de Países no alineados. Tras ellos, llegarían las voces de Senghor, Sekú Turé, Ben Bella, Lumumba, y la reunión de Belgrado, en 1961, que dará forma al movimiento neutralista y a la liberación de la mayoría de los territorios del planeta. Fue Bandung quien condenó de forma definitiva el colonialismo occidental: nunca antes se había hecho en una reunión internacional, y fue esa reunión quien puso las bases para un mundo nuevo. Las palabras que pronunció Chu En Lai en Bandung continúan siendo una aspiración: “La paz sólo será garantizada con el respeto mutuo a la soberanía y la integridad territorial. La violación de la soberanía e integridad territorial y la intervención en los asuntos internos de cualquier país perjudicarán inevitablemente la paz. Si todos los países se comprometen a la no agresión mutua se podrán crear las condiciones de coexistencia pacífica en las relaciones internacionales. […] Conforme a los principios de respeto mutuo a la soberanía e integridad territorial, no agresión mutua, no intervención en los asuntos internos del otro, igualdad y beneficio mutuo, los países con diferentes sistemas sociales pueden coexistir pacíficamente. Desde el compromiso de cumplir estos principios, no hay motivo para no poder resolver las disputas internacionales mediante consultas.”
Las escaleras que vieron pasar a Ho Chi Minh, Chu En Lai, Nehru, Nasser y Sukarno, están ahora desiertas, y, en todas las puertas, las rejas de ballesta impiden la entrada. El Gedung Merdeka, edificio de la libertad, está cerrado. No debería ser así, porque, a juzgar por el horario y el día de la semana, el museo que guarda las fotografías de aquel lejano abril de 1955 tendría que estar abierto. El alma anticolonial de Indonesia está representada por este sencillo edificio encalado, pero al poder no le interesa demasiado, más allá de recordar el momento en que el mundo miró a Indonesia.
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Los indonesios no han tenido mucha suerte. A la colonia, a las matanzas de 1965, a la dictadura de Suharto, al nuevo capitalismo tan corrupto como el anterior, se suman los desastres de una geografía torturada, volcánica, imprevisible. A los desastres causados por el tsunami del 2004, que causó más de ciento cincuenta mil muertos, decenas de miles de desaparecidos y una gran destrucción en Sumatra, se sumaron los terremotos de 2006 y 2009, que han dificultado el crecimiento económico. Pese al desarrollo, el PIB per cápita es inferior al de países como Marruecos, Bolivia o Egipto, aunque, gracias a su demografía, su potencial económico es similar al de Turquía o Irán.
En la última década, el islamismo conservador, la sharia, ha avanzado en el país. Los atentados de Kuta, en Bali, en octubre de 2002, donde murieron más de doscientas personas, horrorizaron al mundo, y fueron la expresión de un islamismo militante que no renuncia a combatir por cualquier medio. El atentado de 2002 voló el Sari Club, en la playa de Kuta, en Bali, y fue atribuido a la Jemaah Islamiyah, una oscura organización islamista vinculada a Al Qaeda que actúa en Malasia, Filipinas e Indonesia. Otros atentados terroristas, como el perpetrado contra el hotel Marriott, que mató a doce personas en 2003, y contra la embajada australiana en Yakarta, en 2004, que causó once muertos, y múltiples enfrentamientos, además de la actividad del Gerakan Aceh Merdeka o Movimiento por Aceh libre (una organización islamista que postula la independencia del norte de Sumatra, aunque llegó a un acuerdo de paz con el gobierno tras el tsunami de 2004) dan cuenta de la inestabilidad del país.
En 2005 se produjeron más atentados, y, en 2009, Yakarta se estremeció con nuevas bombas que causaron nueve muertos. Ese mismo año, la policía mató en Solo, una ciudad javanesa, a Noordin Mohammad Top, un integrista malayo a quien atribuían responsabilidad en los atentados de Bali y Yakarta. Desde entonces, el gobierno indonesio optó por una política de mano dura, de forma que los controles a los coches en hoteles y otros lugares públicos son constantes y exhaustivos, y cualquier persona es obligada a pasar por detectores de metales. Otros disturbios se han producido recientemente en las prisiones de todo el país, repletas por encima de su capacidad. Interpol declaró en un comunicado que sospechaba de la implicación de Al Qaeda en los motines de julio de 2013.
Las limitaciones de la nueva democracia son evidentes: hasta 2004, los militares disponían de escaños reservados en el Parlamento, y hoy el poder está ocupado por una coalición de herederos de Suharto, del viejo nacionalismo que dio origen al país y del islamismo, aunque la cara del nuevo régimen, formalmente democrático y, en realidad, regido por una oligarquía, es SBY, un militar de Suharto.
Los salarios no llegan a los ochenta euros mensuales, y la galopante corrupción del país es omnipresente en la administración, la policía, los empresarios y el ejército. La actuación descontrolada de multinacionales, el desinterés por la destrucción de la naturaleza y la voracidad empresarial por acumular beneficios están causando estragos casi irreversibles. Un ejemplo bastará: en mayo de 2006, la empresa petrolera PT Lapindo Brantas, propiedad del plutócrata Aburizal Bakrie (dirigente del viejo partido de Suharto, el Golkar, y uno de los ministros del gobierno de Susilo Bambang Yudhoyono), perforó un volcán de lodo, ocasionando una destrucción dantesca: desde entonces, cada día, el volcán escupe miles de toneladas de barro, inundando la región, las casas de los campesinos, las carreteras. Más de cincuenta mil personas han perdido sus tierras, sus hogares, y han debido ser evacuadas porque el lodo y los gases tóxicos inundan toda la región. La catástrofe se produce a apenas veinte kilómetros de Surabaya, una importante ciudad javanesa de casi cuatro millones de habitantes. La voracidad empresarial se constata también en muchos otros lugares, como en Pekanbaru, la capital de la explotación petrolífera, situada en el interior de Sumatra (donde actúa la petrolera norteamericana Chevron), una de las islas que ha padecido una mayor destrucción ecológica.
Los partidos más relevantes del país son el Partido Democrático, de Susilo Bambang Yudhoyono, SBY; el islamista PKS, Partai Keadilan Sejahtera, Partido de la Justicia y la Prosperidad; el viejo Partido Golkar de Suharto, y otros tres partidos menores, que forman la coalición conservadora de gobierno que apoya a SBY. El Partido Democrático, PDIP, de la hija de Sukarno, es la principal oposición, aunque sin grandes diferencias con el poder, y existen además dos partidos menores, Gerindra y Hanura, dirigidos también por dos generales de Suharto. Existen dos organizaciones islámicas: Nadhdatul Ulama, y la Muhammadiyah, que, juntas, cuentas con más de cincuenta millones de miembros, y la cuestión religiosa tiene cada vez más importancia en el país. En las últimas elecciones, el partido de SBY ha desbancado a los dos grandes partidos que dominaron el país en las últimas décadas, el Golkar y el PDIP, y el presidente Susilo cuenta con el apoyo de las organizaciones islamistas. Su control político es ahora casi absoluto.
Sin embargo, los problemas son muchos. SBY declaró en el parlamento que el gobierno calcula un crecimiento del 6’4 % para 2014, y que se espera extraer, en 2014, 870.000 barriles de petróleo diarios, además de gas por el equivalente a 1.240.000 barriles de petróleo diarios. El MP3EI (Plan Maestro para la aceleración del desarrollo económico) tiene proyectos en dieciocho sectores industriales en los llamados “seis corredores de desarrollo”, centrados en Java, Sumatra, Sulawesi, Kalimantan (Borneo), y Papúa, con Sumatra dedicada a la energía y la agricultura, y Java a la industria y los servicios. El ministerio que tiene mayor presupuesto es el de Obras Públicas; seguido del de Asuntos religiosos, por encima del ministerio de Salud. Estados Unidos opera en todo el país, aunque también otras potencias. Francia, por ejemplo, colabora con la renovación urbana del ferrocarril en Bandung. Y la nueva China intenta aumentar sus intercambios económicos con el país. SBY pedía, en agosto de 2013, que la diáspora indonesia (que reunió en un congreso en Yakarta) invirtiese en el país. Los cuatro mil participantes escucharon del presidente elogios a la emigración en Holanda, y a la importancia de las remesas que envían los dos millones y medio de emigrantes, que suponen, dijo SBY, miles de millones de dólares cada año. Muchos de ellos huyeron del país en mayo de 1998, cuando, en los disturbios de la caída de Suharto, se desató la persecución de los indonesios de origen chino.
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Todavía hoy, el terror amordaza las bocas de millones de personas. El Partido Comunista fue, literalmente, exterminado; como dice uno de los asesinos que aparece en el documental de Joshua Oppenheimer: “En Indonesia matamos a todos los comunistas. Eso fue lo que pasó.” En Java, en Sumatra, en Bali, ríos de sangre corrieron por las calles de pueblos y ciudades, hasta que los matarifes aprendieron a matar de una forma más limpia, evitando que la sangre salpicase todos los rincones del país. Los asesinos fueron aclamados como héroes, y siguen siendo celebrados por el poder, por la prensa y la televisión. Los miembros de los escuadrones de la muerte que aterrorizaron el país en 1965 y 1966 viven tranquilos y respetados; y los carniceros se enorgullecen de “haber matado a todos los comunistas”. Eso es lo que hicieron, matar a todos los comunistas. Anwar Congo, el carnicero que aparece en el documental de Oppenheimer, confiesa, satisfecho, que mató con sus propias manos a más de mil personas. Los asesinos siguen celebrando sus actos.
El carnicero Suharto y los militares cómplices perpetraron una de las mayores matanzas de la historia, pero no fueron los únicos responsables. Tipos insignificantes y sanguinarios como Anwar Congo, y tantos otros, colaboraron en la masacre, y muchos ciudadanos honestos cerraron los ojos, aterrorizados, y nunca volvieron a hablar. Estados Unidos fue cómplice y protector de los asesinos, y sus periódicos jalearon la carnicería: nunca su parlamento ni sus gobiernos se interrogaron sobre esa apocalíptica matanza, que fue calificada, celebrándola, por The New York Times, como “un destello de luz en Asia”. Todos los gobiernos que se han sucedido en Yakarta desde entonces han sido cómplices del silencio, y el régimen corrupto levantado por los herederos de Suharto sigue defendiendo la impunidad de los asesinos.
http://www.youtube.com/watch?v=M9oebCcE6-k
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