domingo, 15 de septiembre de 2013

De Barbie a Darth Vader: cómo Estados Unidos cuenta la guerra a los niños


TomDispatch.com

Los dos siguientes fragmentos del libro de Tom Engelhardt, The End of Victory Culture, se publican con permiso del Departamento de Publicaciones de la Universidad de Massachusetts.

1. El primer advenimiento de G.I. JoeCorría el año 1964, y en Vietnam miles de “asesores” norteamericanos ya estaban ofreciendo sus conocimientos desde el asiento de un helicóptero o detrás de la mira de un arma. Aún faltaba un año para que los Estados Unidos enviaran allí su primer contingente masivo de tropas de infantería, adolescentes que entrarían en la zona de combate soñando con John Wayne y pensando que el territorio controlado por el enemigo era “territorio indio”. Mientras tanto, en ese año inaugural de la Gran Sociedad de Lyndon Johnson, una nueva generación de niños comenzaba a experimentar el relato de guerra norteamericano a través del guerrero de juguete más popular jamás creado.
Su nombre, G.I. (NdT: Sigla de “Government Issue”, “Suministro del Gobierno”) Joe tenía reminiscencias de la última guerra victoriosa de los Estados Unidos y era ampliamente genérico. No había ninguna figura específica que se llamara Joe, ni tampoco ninguno de los “Joes” tenía nombre. “Él” venía en cuatro formatos, uno por cada una de las armas del ejército, incluidos los Marines. Y, sin embargo, cada Joe era, en esencia, el mismo. Porque era un juguete de la Gran Sociedad, con sus sueños de inclusión, sólo le tomó un año a su fabricante, Hasbro, producir un “Joe Negro”, y otros dos para que agregara una Joe mujer (una enfermera, claro). Inicialmente, Joe venía sin historia, sin instrucciones y sin enemigo, porque a los adultos (o a los fabricantes de juguetes) todavía no se les había ocurrido que no se podía confiar en que el niño eligiera al enemigo indicado para enfrentar a Joe.
En las publicidades de televisión de la época, se describía a Joe como el más tradicional de los juguetes de guerra. Se mostraba a niños pequeños con cascos de la Segunda Guerra Mundial entrando en combate con un tanque de G.I. Joe, o desplegando fieramente su equipo de Joe mientras un coro de graves voces masculinas cantaba (al son de la melodía de la banda de sonido de Halls of Montezuma), “G.I. Joe, G.I. Joe, un guerrero de la cabeza a los pies, en la tierra, en el mar, en el aire”. Él era “auténtico”, con su “bazooka de doscientos cincuenta milímetros que funciona de verdad”, su “lanzallamas de cabeza de playa”, y su “réplica auténticamente detallada” del jeep del Ejército de los Estados Unidos con su propio “rifle sin retroceso montado en un trípode” y “cuatro proyectiles cohete”.
Podía tomar cualquier playa o sitio de aterrizaje con estilo, vestido con lo “auténtico, que iba a desde una Ike Jacket con un pañuelo rojo a una “camisa militar de asalto de cabeza de playa”, pantalones y equipo para el campo. Podía devorar comidas con su propio kit o tirarse a dormir en su propia “tienda de campaña de mini vivac”. Y, además, era un juguete gigante, de casi treinta centímetros de alto. Desde la intrigante cicatriz rosa de su mejilla hasta la descarga de testosterona de los niños de rostros feroces de la publicidad gritando “¡G.I. Joe, toma la colina!”, parecía ser la imagen de un juguete de combate masculino.
Sin embargo, Joe, como mucho de su época, difícilmente era lo que parecía. Lanzado el año en que Lyndon Johnson compitió para presidente como el candidato de la paz contra Barry Goldwater mientras su gobierno planeaba en secreto el bombardeo masivo de Vietnam del norte, Joe también estaba involucrado en un encubrimiento. Porque, si bien Joe era una bestia de soldado de juguete, también era, aunque la palabra fuera impronunciable, un muñeco. De hecho, el estilo de juego de guerra de Joe estaba en gran medida modelado en base, y le debía mucho, a una “chica”: la Barbie de Mattel.
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La historia secreta de Joe
Barbie había llegado al mundo de los juguetes en 1958 con una dura expresión en el rostro y sus prominentes pechos sin pezones, un recordatorio de que también ella tenía un pasado secreto. Fue un gran avance, la primera muñeca “adolescente” con una figura “adolescente”. Sin embargo, su creadora, Ruth Handler, no había tomado de modelo a una adolescente sino a una playgirl de una tira cómica de un tabloide alemán, llamada Lili, que, en formato de muñeca, se vendía no a niños sino a hombres “en tabaquerías y bares… como una mascota para hombres adultos”. Así como luego Joe habría de desembarcar en las playas, de la misma manera Barbie tomó por asalto los salones de belleza, merenderos, alcobas y habitaciones, llena de accesorios, y con el mismo trasfondo de exageración. (Al fin y al cabo, cuanto más grande los pechos, más fácil era colgar el vestido de novia de Barbie.)
Joe fue una ocurrencia de un desarrollador de juguetes llamado Stanley Weston, que estaba convencido de que los niños varones jugaban en secreto con las Barbies y se merecían su propio muñeco. Como de chico le encantaba jugar con soldados de juguete, eligió la temática militar como la más aceptable para un muñeco para niños varones y llevó su idea a Hassenfeld Brothers (que luego pasaría a llamarse Hasbro), una empresa de juguetes que en aquel entonces era conocida principalmente por fabricar al Señor Cara de Papa (Mr. Potato Head).
En esos días, todos los que estaban en el negocio de los juguetes sabían que los soldados de juguete eran figuras de plomo o plástico, inmóviles, de siete centímetros y medio de alto, y la respuesta inicial suscitada por Joe fue de la duda al desdén, pasando por la risa; pero Merril Hassenfeld, uno de los dos hermanos que dirigían la empresa, recurrió a un viejo amigo, el General de División Leonard Holland, líder de la Guardia Nacional de Rhode Island, quien le brindó acceso a armamento, uniformes, y equipos para que pudiera diseñar una figura militar minuciosamente precisa. Joe también contaba con un “agarre” especial, un pulgar oponible y un dedo índice, idóneos para aferrar esas ametralladoras y esas bazookas realistas, y estaba conformado por 21 piezas movibles para que los niños varones pudieran finalmente poner la guerra en movimiento.
Hassenfeld Brothers dio por tierra con los supuestos de la industria del juguete al vender Joes y equipos por un valor de 16.9 millones de dólares durante el primer año en el mercado, y a partir de ahí las cosas sólo fueron mejores. Y así hubo un Adán guerrero creado a partir de la costilla de plástico de Eva, un tipo rudo con trajes y accesorios propios, a quien uno podía vestir, desvestir, y llevar a la cama… o, en todo caso, con quien uno podía acampar. Pero nada de esto podía decirse. En Hasbro, llamar muñeco a Joe era tabú. En lugar de eso, la compañía lo apodó “una figura de acción modélica para niños varones”, y a partir de ahí el nombre “figura de acción” quedó adosada a todos los juguetes combatientes que habrían de venir. Así que Barbie y Joe, pechos firmes y balas blandas, la bomba exagerada y el guerrero sensiblero de cicatriz en el rostro, pasaron a representar los endebles relatos de género de Estados Unidos a fines de esa década, cuando una secreta historia iba lentamente llegando al nivel de la infancia.
Por un tiempo, todo siguió como parecía. Pero Joe sufrió una lenta transformación de la que Barbie logró escapar casi por completo (aunque a principios de los 70’s, enfrentada al nuevo feminismo, sus ventas cayeron). A medida que pasaban los años de Vietnam, Joe se volvió cada vez menos un soldado. La protesta estaba en el aire. Ya en 1966, un grupo de madres vestidas con trajes de Mary Poppins hicieron un piquete frente a la convención anual de la industria del juguete en Nueva York; tenían unos paraguas con el slogan “¿Feria del Juguete o Feria de la Guerra?”. De hecho, Sears eliminó de su catálogo todos los juguetes de temática militar. Según Tomart’s Guide to Action Figure Collectibles, “A fines de los años 60’s (…) temiendo que su ‘juguete orientado a la guerra’ sufriera un boicot, Hasbro modificó la apariencia facial y el vestuario de Joe. Se agregó pelo tupido y una barba a las figuras. Hasbro liquidó las piezas de apariencia estrictamente militar mediante kits especiales, y, para 1970, se creó el Equipo de Aventura G.I. Joe.”
Ahora, Joe fue puesto en equipo con sus primeros verdaderos enemigos, pero no eran humanos. Estaba el tigre de “La caza del tigre blanco”, la “raya cabeza de martillo” de “El demonio de las Profundidades”, la momia de “El secreto de la tumba de la momia” y el “tiburón blanco” de “La venganza del tiburón espía”, asi como una variedad de osos polares, pulpos, buitres y un montón de enemigos naturales que venían en kits como “La supervivencia en la tormenta de arena”. Por primera vez, en esos años de confusión adulta, comenzaron a incorporarse algunas indicaciones sobre la trama, sobre que debía hacer exactamente un niño con esos juguetes, en títulos como “La busca del ídolo robado” o “La captura del gorila pigmeo”. Joe no solo era un aventurero, sino que su aventura estaba siendo crudamente delineada en el envase que venía con él; y pocas de estas nuevas aventuras tenían relación alguna con el relato de guerra del que había surgido.
Este Joe nuevo y más a la moda estaba, si no adquiriendo exactamente una personalidad, al menos sufriendo un proceso de personalización. Ya no parecía tan militar con sus nuevos peinados y su insignia con la letra “A” (de aventura), que, tal como lo señaló Katharine Whittemore, “se parecía un poco al símbolo de la paz”. De hecho, empezaba a parecerse sospechosamente a la oposición, desvaneciéndose como guerrero tanto como convirtiéndose en un muñeco menos genérico. Para 1974, ya había ganado hasta cierto toque oriental con su nuevo “agarre kung-fu”. En 1976, bajo la presión del aumento del costo del plástico, se encogió casi diez centímetros; y poco después desapareció de la escena. Según Hasbro, se había tomado una “licencia” y, hasta donde se sabía entonces, relegado al olvido.
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Cómo extirpar la guerra del mundo infantil
En esto, Joe era típico del relato de guerra en la cultura infantil de esos años. Era como si los zapadores vietnamitas hubieran tocado suelo norteamericano y hubieran hecho volar el relato de la guerra y lo hubieran liberado de su contenido ritual, como si los “Indios” de ese entonces hubieran desbandado a la caballería y desestabilizado el Lejano Oeste. Tantos años de resistencia vietnamita habían convertido los placeres de la cultura del juego de guerra en atrocidades, oprobiosos de contemplar. Al promediar el año 1970, los productos culturales de los Estados Unidos parecían estar dedicados a criticar sus propios mecanismos y sus mitos, o en vigilar fronteras defensivas cada vez más nuevas.
Tomemos por caso al Sgt. Rock, ese heroico suboficial de la Segunda Guerra Mundial de la serie Our Army at War de DC Comics. Cada edición de sus aventuras portaba ahora un sello nuevo que proclamaba: “No haga más la GUERRA”, mientras que sus aventuras firmemente ligadas a la Segunda Guerra Mundial se veían socavadas por una nueva consciencia parecida a la del enemigo. Por ejemplo, la tapa de una edición de junio de 1971 mostraba al intrépido pero perturbado sargento tartamudeando “¡Pe.. pero eran civiles!”, y señalando los cuerpos de cinco hombres, ninguno de ellos con uniforme, que parecían haber sido puestos en fila contra un muro y ejecutados. Junto a él, un G.I., con su metralleta todavía echando humo, exclama “¡Detuve el avance del enemigo, Rock!” ¡Ninguno escapó!”.
Dentro del ejemplar, un episodio, “Headcount”, contaba la “trama oculta” de la historia de un tal Johnny Doe, un soldado raso condecorado póstumamente, que dispara primero y pregunta después. “¡Quieto, Johny!”, grita Rock mientras el soldado Doe está a punto de acabar con un cuarto lleno de rehenes franceses con sus captores nazis, alegando que son todos impostores: “Si estás equivocado… ¡no somos mejores que los carniceros nazis contra los que estamos luchando!”. Acerca de Doe, a quien Rock mata antes de que pueda asesinar a los rehenes, el relato plantea una pregunta final, que en 1971 habría resultado familiar a los norteamericanos de todas las edades: “Johny Doe, ¿era un asesino… o un héroe? Esa es una pregunta que cada uno de ustedes tendrá que responder a sí mismo.”
Dos meses más tarde, en la edición de agosto de Our Army at War, un lector podía adentrarse en la mente de Tatsuno Sakigawa en “Kamikaze”. Sakigawa, a punto de lanzar su avión en picada contra el USS Stevens, recuerda “¡cuando su madre lo abrazaba fuerte y tibiamente! Se acordaba de los pesqueros en que vivían… el acre olor del mar y el viento… estaba en otro lugar… en un momento más feliz”, Mientras su avión es alcanzado por fuego antiaéreo y explota, uno ve su rostro agonizante. “PADRE… MADRE… ¿DÓNDE ESTÁN?”, grita.
La escena pasa brevemente a sus padres en su barco en llamas (“A… ayúdanos… hijo mío… ayúdanos), y luego a una imagen final de “¡las llamas elevándose sobre las ciudades japonesas! Casas de madera y papel… su propio hogar”. El episodio concluye así: “Tatsuno Sakigawa murió por el emperador… por su país… ¡por su honor! Pero, más que nada… ¡para vengar la muerte de sus padres! ¡La destrucción de su casa! ¡La pérdida de su propia vida!”. Al pie de la página, debajo del sello pacifista de aprobación de DC, había una “nota histórica: 250.000 japoneses murieron durante los ataques con fuego… 80.000 murieron en el bombardeo atómico de Hiroshima”.
Incluso en el más protegido de los santuarios, el manual escolar, el relato norteamericano comenzaba a desarmarse. Primero en sus intersticios y luego, en su lugar, emergió una serie de historias antes ocultas. A fines de los años 60’, los manuales escolares redescubrieron a “los pobres”, un grupo ausente desde los años 30’. Para principios de los 70’, el relato de los negros, el de las mujeres, el de los chicanos, el de los pueblos originarios –todas esas narraciones hasta entonces “invisibles”- estaban emergiendo de abajo del relato monolítico de los Estados Unidos que había sido impuesto hasta entonces a una nación de niños. De igual manera, en el nivel universitario, historias del mundo no-europeo emergían de debajo de la historia “mundial” monolítica que alguna vez había llevado al estudiante de Egipto a la Norteamérica del siglo XX a través de Grecia, Roma, la Europa medieval, y el Renacimiento.
Estas nuevas historias “celebratorias” de los esfuerzos y triunfos de varias “minorías” surgieron, principalmente, como críticas implícitas a la Historia Única de los Estados Unidos que las había precedido, o como historias mínimas encapsuladas en sí mismas y ampliamente auto-referenciales, igual que ese nuevo formato de televisión: la miniserie. En ambos casos, demostraron ser incapaces vincularse a una narrativa mayor, aunque en los años 80’ habrían de ser agrupadas, muchas veces a su pesar, bajo el paraguas del “multi-culturalismo”.
Porque eran celebratorias, no precisaban ningún enemigo concreto, pero implícitamente el enemigo era el propio relato que hasta hacía muy poco las había vuelto invisibles. Eran algo así como grupos de intereses compitiendo por una cantidad limitada de espacio vaciado. El relato nacional, que, se suponía, era lo suficientemente inclusivo como para acoger a todas esas “masas apiñadas”, y que hasta apenas un par de años atrás le había permitido a los escritores de manuales escolares elaborar oraciones como “Estamos muy poco sorprendidos por el virtuosismo sin precedentes de la política exterior de los Estados Unidos, y su buen juicio”, ahora se había resquebrajado.
Cuando Saigón cayó en 1975, tanto niños como adultos habitaban ya en un ámbito notoriamente desprovisto de relatos. La propia palabra guerra había sido arrancada de la cultura infantil, y la infancia había sido transformada en algo parecido a un hecho no-estadounidense. La subterránea calidad atormentada y atormentadora de los niños de los años ‘50 habían salido a la superficie. Los jóvenes eran ahora adultos abiertamente amenazantes. Algunos estaban desafiando al poder norteamericano con evidencias de la destrucción de niños de minorías tanto dentro como fuera de los Estados Unidos, (“Ey, Lyndon B. Johnson, ¿cuántos niños has matado hoy?”), mientras otros, ya fuera como extremistas políticos, como parte de la contracultura, o como GIs en Vietnam, parecían estar en proceso de desertar en favor del enemigo oriental.
Sin embargo, paradójicamente, no había rastros de ese enemigo victorioso: ni en las películas, ni en televisión (a pesar de la imagen de Vietnam como una guerra televisiva), ni siquiera en la prensa. Donde debían estar los vietnamitas, había en cambio una ausencia. Porque era imposible “ver” a quienes habían derrotado a los Estados Unidos y, por lo tanto, por qué los norteamericanos habían perdido, era imposible comprender qué se había perdido. De manera que la victimización de los Estados Unidos, la derrota norteamericana –incluida la pérdida de formatos culturales infantiles- se convirtió en un tema en sí mismo, el único tema, podría decirse, mientras que la invisibilidad del enemigo que había arrebatado el relato le confería a esa pérdida un aura de injusticia.
Así, en un ultimo y extraño revés en esa época de reveses, la “reconstrucción” de la posguerra norteamericana no comenzaría en Vietnam, la tierra en ruinas, que debería haber sido pero no era el país vencido, sino en casa, en una tierra que casi no había sido alcanzada por la guerra, que debería haber sido pero no era el país vencedor; y la reconstrucción no se enfocaría sobre un ambiente físico devastado sino en la psique nacional. En este pasaje de posguerra de John Wayne a Sylvester Stallone, de la Pax Americana a la Pecs Americana, en este intento de reconstruir una narrativa norteamericana del triunfo que estaba de licencia, los niños jugarían un rol especial.
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2. Espacio vacío
La noche del 25 de mayo de 1977, un aturdido director de cine de 32 años, con un éxito a sus espaldas, estaba por finalizar dos hercúleas semanas de “mezclado” de su última película para la audiencia europea. Habiendo hecho una pausa para ir a cenar, se dirigía con su mujer hacia Hamburguer Hamlet, un restaurante ubicado frente al Mann´s Chinese Theatre en Hollywood, tan solo para toparse con embotellamientos de tránsito y multitudes de tamaño considerable. Al doblar una esquina, espió el título de su nueva película, escrito en grandes letras sobre la marquesina del teatro. Era el día del estreno. “No puedo creerlo”, recuerda haber dicho. “Así que nos sentamos en Hamburguer Hamlet y observamos la enorme multitud que había ahí afuera, y después volví y me pasé toda la noche mezclando… Sentía que era una clase de aberración”.
El director George Lucas ya había celebrado su adolescencia en American Graffiti, (“¿Dónde estabas en 1962?”), el éxito sorpresivo de 1973, que desencadenó una ola de nostalgia por los años anteriores a Vietnam e inspiró la serie de televisión Happy Days (1974). Como cineasta, sin embargo, deseaba bucear aún mas profundamente en su infancia californiana, para volver a esos momentos en los había representado escenarios de la Segunda Guerra Mundial con soldados de juguete, o mirado series del viejo Flash Gordon, y películas de cowboys y de guerra en la televisión.
Al igual que el público de cine (como lo indica la cantidad de entradas vendidas en la época), quería dar marcha atrás al canibalismo cinematográfico de los años ’60. En esto, se diferenció de directores tan diversos como Robert Altman, Stanley Kubrick, Arthur Penn, Mel Brooks, y su propio mentor Francis Ford Coppola, quien durante años había estado desmantelando operetas espaciales o de cowboys, y películas de guerra y detectives; en definitiva, todos los lugares comunes de la pantalla.
“Hay toda una generación”, habría de decir más tarde, “que está creciendo sin ningún tipo de cuento de hadas”. Aunque indudablemente él se identificaba con la política contracultural de la época, la suya era una visión conservadora. Instintivamente, quería acallar las voces burlonas y llevar al público de cine de regreso, no solo a su propia infancia, sino a un estado infantil de ver cine.
Durante los primeros años de la década del ’70, se esforzó por armar un guion que reconstruyera el relato de guerra en el espacio exterior. Los cielos habían estado vacíos desde que, a finales de los años 60’s, Sanley Kubrick redujera a un astronauta norteamericano a un estado fetal en 2001: Una odisea del Espacio; El planeta de los simios llevara a sus astronautas en un viaje sarcástico hacia una Tierra post-nuclear en donde los humanos no eran la especie dominante; y el USS Enterprise de la serie de televisión Star Trek mandara la “frontera final” a desguace.
En 1975, Lucas firmó un contrato con Twentieth Century Fox para producir una película espacial que (tranquilizó a su esposa) “les iba a encantar a los niños de diez años”. Para realizarla, hizo que su diseñador de vestuario estudiara libros sobre los uniformes de la Segunda Guerra Mundial y armaduras japonesas, mientras que él se dedicó a ver películas que iban desde La batalla de Inglaterra (1943) de Frank Capra hasta Los puentes de Toko-Ri (1954), para concebir combates aéreos en el espacio. Al momento del casting, evitó utilizar actores blancos de mezcla étnica como Dustin Hoffman y Al Pacino, que habían interpretado rebeldes en la pantalla durante años, para inclinarse en favor de actores blancos descendiente de anglosajones protestantes, capaces de remitir a la blancura unidimensional de su pasado cinematográfico.
Convocando a los enemigos de las pantallas de su infancia, concibió a su malvado emperador tomando como modelo a Ming, el gobernante de Mongo en Flash Gordon (y también un poco de Richard Nixon), y cubrió a su Jedi negro, Darth Vader, con un visor y un body negro. Aunque no habría ningún negro en la pantalla, contrató al actor negro James Earl Jones para que interpretara la sibilante voz tecno de Vader. Con Chewbacca, el “Wookie” que llevaba una canana mexicana colgada en el pecho peludo, los Otros de la década anterior, desde el simio en ascenso hasta el norteamericano nativo, volverían a ocupar el lugar que les correspondía. Este no-blanco no sería capaz siquiera de pronunciar el inglés mal hablado estilo hollywoodense; solo emitiría aullidos de frustración o de ira tipo King Kong (logrados mediante una mezcla de llamados de osos, morsas, focas, y tejones).
A principios de 1977, la película, ya casi terminada, no parecía tener demasiadas chances de éxito. Las investigaciones de Fox mostraban que la palabra guerra ahuyentaría a las mujeres, que los robots ahuyentarían a todo el mundo, y que la ciencia ficción era un género muerto. La junta de directores había accedido a regañadientes a financiar la película; y, al cabo de una función privada, los directores que no se habían quedado dormidos estaban indignados. Como los dueños de las salas de cine mostraron muy poco entusiasmo, la película se estrenó solo en 32 salas en todo el país.
Ni en los vuelos más descabellados de su fantasía Lucas imaginó que su visión cinematográfica barrería con todo en su camino, que su reconquista de un público infantil y de “los niños que todos llevamos dentro” sería crucial en la reconstrucción de una narrativa del triunfo, que él ayudaría a darle una nueva estética de entretenimiento al diseño de la guerra y a reintroducir el espectáculo de las matanzas en el sinnúmero de pantallas de los Estados Unidos.
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La estética de La guerra de las galaxias entra al mundo de la guerra
Unos dos años antes de que se estrenara La guerra de las galaxias, un estudiante de veinte años del MIT, Peter Hagelstein, solicitó una beca de investigación en la Fundación Hertz. Entre los miembros del directorio estaba Edward Teller, “padre” de la bomba H y fundador del Lawrence Livermore National Laboratory, un centro de investigación de armas nucleares del gobierno ubicado en el norte de California. Aunque John D. Hertz (nombre famoso en el mundo de los alquileres de autos) había instaurado la beca para “promover la fortaleza tecnológica de los Estados Unidos” frente a la Unión Soviética, y algunos beneficiarios habían sido reclutados por los entrevistadores para trabajar en la investigación armamentística de Livermore, la fundación publicitaba solo que “el campo sugerido del estudio de grado debía estar relacionado con aplicaciones de las ciencias físicas a la resolución de problemas humanos, interpretado en términos generales”.
A Hagelstein le ofrecieron una beca y un trabajo de verano en Livermore. La oferta se la hizo Lowell Wood, la persona que lo entrevistó y el director del Grupo O de Livermore. Sus jóvenes científicos estaban trabajando en el diseño de una “tercera generación” de armas nucleares (las primeras dos eran las bombas A y H). Según Hagelstein, Wood solo le dijo que estaban trabajando en “láseres y fusión láser, de los que nunca antes había oído hablar, y también le dijo que había unos códigos de computadora que eran como tocar un órgano Wurlitzer. Todo parecía como un sueño… El laboratorio me impresionó bastante, sobre todo los guardias y el alambre de púa. Cuando llegué al departamento de personal, comprendí que ahí trabajaban en armamento, y eso fue casi lo primero que supe sobre el tema.”
En el verano de 1976, empezó a trabajar de tiempo completo, mientras proseguía su trabajo de doctorado en el MIT. Era un hombre joven que “odiaba las bombas” y “no quería que lo asociaran con nada nuclear”. Incluso estaba involucrado sentimentalmente con una activista antinuclear que hacía piquetes frente al laboratorio. Pero lo retenían el sueño de crear un láser de rayos X de laboratorio que les permitiría a los científicos “ver” diversos procesos biológicos, y por los atractivos jóvenes del Grupo O, con sus jeans y sus cabellos largos, sus hábitos de trabajo nocturnos, sus ímpetus contraculturales, y su perverso sentido del humor. (Una vez llegaron a hacer una colecta para comprarle a Lowell Wood un traje de Darth Vader.)
El año en que La Guerra de las Galaxias trepó hasta el cielo de las taquillas, a un científico de alto rango del grupo O se le ocurrió un nuevo concepto para utilizar una explosión nuclear con el fin de “bombear” suficiente energía concentrada en un láser, y convertirlo en un arma. En el verano de 1979, Hagelstein participó en una reunión en donde se discutía el uso de una explosión nuclear subterránea para poner a prueba la idea. Aturdido por veinte horas seguidas de trabajo, hizo una sugerencia –“”la boca simplemente lo dijo”- que habría de conducir a la creación de un artefacto láser apodado Excalibur, que sería sometido a pruebas con éxito en noviembre de 1980. Mientras el sueño de Hagelstein de un láser de rayos X de laboratorio se diluía, “su” arma se convirtió en la pieza central de otro tipo de fantasía.
En febrero de 1981, la revista profesional Aviation Week and Space Technology informaba sobre la existencia altamente clasificada del láser de rayos X, diciendo que, “montado en una estación de combate láser” en el espacio, tenía “el potencial de anular un ataque soviético con armas nucleares”. El informe de la revista iba acompañado de una “ilustración artística” hiperrealista, futurística, que mostraba una vistosa estación de combate “cubierta por largas varas láser”, una imagen que tomaron los principales medios de comunicación, logrando de esta manera un maridaje entre la guerra y la estética de La guerra de las galaxias.
Para 1982, Teller había informado sobre el Nuevo láser de Peter Hagelstein directamente a Ronald Reagan. Los láseres espaciales y otras armas de tercera generación, le aseguró al presidente, “mediante la conversión de las bombas de hidrógeno en formatos hasta el momento sin precedentes, y apuntando estas armas de maneras altamente efectivas contra objetivos enemigos, pondría fin a la era MAD [Mutual Assured Destruction, o Destrucción Mutua Asegurada], y daría comienzo a un período de supervivencia asegurada en términos favorables para la alianza de Occidente.” Incluso un joven investigador de armamento cuya tesis de doctorado (Física del diseño de láseres de longitud de onda corta) mencionaba tres novelas de ciencia ficción que incluían armas de rayos difícilmente habría podido imaginar que una embotada sugerencia se convertiría en parte crucial de una fantasía nacional, por un valor de miles de millones de dólares, orientada a crear un “escudo protector” sobre la reconstrucción de la guerra en la Tierra.
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Adolescentes en el espacio
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1. “Un momento, ¿cómo puede ser que siempre sean ellos los que la pasan bien?”
Ahora que la voz tecno susurrante de Darth Vader es un elemento esencial de nuestra cultura, cuesta recordar cuán vacío estaba el sector específico del espacio en el que hizo estallido La guerra de las Galaxias. El mismo día de 1973 en que se firmaron los Acuerdos de Paz de París, Richard Nixon también firmó un decreto que ponía fin a la conscripción. Era una admisión de lo obvio: la guerra, al estilo norteamericano, había perdido sustento en la mente de los jóvenes. Como actividad, ahora oficialmente habría de ser cedida a los pobres y los no-blancos.
Quienes estaban en condiciones de producir películas, shows de televisión, historietas, novelas, o libros de memorias sobre Vietnam estaban convencidos de que los norteamericanos ya se sentían de por sí bastante mal sin esos recordatorios. Era más fácil considerar a las películas y juguetes de guerra como victimas de Vietnam que crear productos culturales con los héroes, las víctimas y los villanos equivocados. En La guerra de las galaxias, Lucas desafió esta idea con éxito; descontamino la guerra de su historia reciente mediante una serie de inspiradas decisiones cinematográficas que rescataron material crucial del naufragio de Vietnam.
En primer lugar, abrazó la ausencia de relato del período, mediante la creación de un universo independiente, ubicado en las profundidades del espacio y en un pasado de ficción amorfo: “Hace mucho tiempo, en una galaxia muy pero muy lejana.” Al comenzar por el “Episodio IV” de lo que había concebido como una nonología, brindaba solo los marcos históricos más endebles: una era de guerra civil, un imperio malvado, rebeldes, un arma de última generación, una lucha por la libertad…
Poniendo en movimiento un nuevo mundo de efectos especiales y gráficas computarizadas, luego hizo que el armamento de alta tecnología de la reciente guerra se viera exótico, incruento, y elegantemente irreconocible. Al mismo tiempo, liberó al público del legado de matanza y atrocidades. El joven y rubio Luke Skywalker apenas ha sido presentado a su familia adoptiva –campesinos de alta tecnología en un oscuro planeta- cuando sufre su propia masacre de My Lai. Tropas de asalto imperiales lideradas por Darth Vader descienden en su finca y la convierten en una ruina humeante (por lo tanto, devolviendo los disparos a sus legítimos propietarios). Luke – y el público- puede ahora lazarse a una aventura antiimperialista como el victimizado, no como el victimario. Serán otros los que torturen, mutilen y destruyan en el espacio. Serán otros los que nos pongan a “nosotros” en jaulas de tigres de alta tecnología; y nuestra venganza, sea la que fuere, estará justificada.
De esta manera, La Guerra de las Galaxias le negó al enemigo un rol que “ellos” habían monopolizado durante una década: el del valiente rebelde. Fue el primer producto cultural que preguntó a la historia reciente: “Un momento, ¿cómo puede ser que siempre sean ellos los que la pasan bien?” Y el primero en responder: “¡Démosle a ellos la pesada carga del imperio! ¡Empantanémoslos y seamos nosotros los valientes perdedores!”
Como los Boinas Verdes o los miembros del Cuerpo de Paz, los rebeldes adolescentes blancos de Lucas se deslizarían sin esfuerzo entre los nativos. Aprenderían de los valores superiores de místicos del Tercer Mundo como el HoChiMiniesco Yoda en El Imperio Contrataca y estarían protegidos por bolas de pelusa ecologicas como los Ewoks en El regreso del Jedi. En las profundidades del espacio, cualquier cosa era posible, incluso devolver la historia a sus antiguos dueños. Una vez más, podíamos tenerlo todo: libertad y victoria, cautiverio y rescate, status de perdedores y el espectáculo de la matanza. Al igual que con los guerreros indios de antaño, el armamento de avanzada y los poderes espirituales de la guerrilla serían nuestros.
Al enemigo le quedarían una capacidad del tipo Nazi para destruir la vida, un deseo de llevar a cabo misiones de busca y destrucción en el universo, y la voz maquinal y susurrante de Darth Vader (como si el mal fuera una línea telefónica caliente desde el Lado Oscuro). El Tao de los chinos, la “fuerza vital” del místico yaqui Don Juan, incluso la voluntad política de los vietnamitas vendrían a unirse a “nuestro” bando como la Fuerza, y se la aplicaría a un problema técnico crucial; porque tener la Fuerza “con uno” significaba aprender a fundirse con el armamento de alta tecnología, de forma tal de asegurarse la destrucción del enemigo. Visto desde el presente, la última parte de La guerra de las galaxias gira en torno a un problema que podría haber sido inventado después, no 14 años antes de la Guerra del Golfo Pérsico de 1991: cómo volar un caza supersónico monoplaza, computarizado a través de un angosto corredor, bajo intenso fuego antiaéreo, y dejar caer un misil dentro de un increíblemente pequeño pozo de aire, el único punto vulnerable de la Estrella de la Muerte del Emperador.
Aquí, Lucas incluso se apropió de la fusión del tipo kamikaze entre hombre y máquina. En Vietnam, había habido dos uniones entre hombre y máquina de esa clase. La primera, la campaña de bombardeos, tenía la impersonalidad de tipo maquinal propia de las líneas de producción. Después de despegar desde puntos alejados y relativamente confortables, como Guaján, las tripulaciones de los B-52 dejaban caer sus bombas en coordenadas despojadas de lugares o personas, y abandonaban la zona de guerra hasta la próxima vez. El miembro de la tripulación simbólicamente recuperaba su humanidad solo cuando la tecnología enemiga lo despojaba de su maquinaria… y, en soledad, revoloteaba hacia tierra y hacia el cautiverio.
Al mismo tiempo, desde el “campo de batalla electrónico” del Secretario de Defensa McNamara hasta las primeras bombas inteligentes, Vietnam demostró ser un banco de pruebas experimental para la guerra guiada por medio de máquinas. A diferencia de los B-52 o el napalm, la bomba inteligente, la computadora, el sensor electrónico, y la video cámara no se vieron desacreditados por la guerra; y fueron estas máquinas de maravilla lo que Lucas rescató a través de la inocencia de los efectos especiales.
En las películas de James Bond, la alta tecnología había sido un alarde de categoría como los vinos finos, y el armamento tecnológico, otro artículo de consumo para 007. Para Lucas, sin embargo, la tecnología en las manos adecuadas resolvía, de hecho, problemas, ofreciendo –ya fuera en la forma de una espada láser o de un caza AlaX-, no estatus, sino una espiritualización potencial. Esta elevación de la tecnología hizo posible el regreso de las matanzas a las pantalla como un placer triunfal y purificador (especialmente por el hecho de que los agonizantes miembros de las “tropas de asalto imperiales”, encerrados en sus caparazones de cuerpo entero, se veían como tantos insectos).
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El mundo como un parque temático de La guerra de las galaxias
George Lucas no solo habría de volver a poner la palabra “guerra” en el título de una película, sino que también habría de reconstituir, prácticamente sin ayuda de nadie, el juego de guerra como una actividad infantil bien vista. Con la desaparición de G.I. Joe, el mundo de los juegos de guerra para niños había quedado vacío. El soldado de juguete había pasado a la historia hacía ya tiempo, era un objeto de colección para adultos. Sin embargo, unos meses antes del estreno de La guerra de las galaxias, Fox llegó a un acuerdo con Kenner Products, una empresa de juguetes, para crear figuras de acción y vehículos de fantasía relacionados con la película. El presidente de Kenner, Bernard Loomis, decidió que estos tuvieran precios accesibles, y fueran figuras con un estilo nuevo, de solo nueve centímetros y medio. Cada diseño sería aprobado por Lucas en persona.
Porque Kenner no podía producir las figuras con la suficiente rapidez como para que estuvieran listas para la temporada navideña de 1977, Loomis ofreció una “oferta para los primeros compradores” –básicamente, una caja vacía- que le prometía al niño las primeras cuatro figuras una vez que estuvieran hechas. El resultado es parte de la historia del juguete. En 1978, Kenner vendió más de 26 millones de figuras; al promediar 1985, había vendido 250 millones. Las 111 figuras y el resto de la parafernalia de La guerra de las galaxias, que iban desde cajas de almuerzo para escolares hasta videojuegos y relojes, lograrían ventas por 2.500 millones de dólares.
A principios de los años ‘80, la television para niños se había convertido en un campo de batalla al estilo de La guerra de las galaxias. Adolescentes rebeldes se transformarían cada día en poderosos robots “amados por el bien y temidos por el mal” (Voltron), o en “heroicos equipos de máquinas armadas” (M.A.S.K.), para luchar contra Lotar y su malvado padre de rostro azulado del Planeta Doom (Voltron), el General Spidrax, jefe de los poderosos ejércitos de los Oscuros Dominios (Sectaurs), o el malvado Darkseid, de ojos rojos, del planeta Apokolips (Superfriends).
La Guerra del futuro sería un asunto de máquinas contra máquinas, una incruenta cuestión de efectos especiales, en el aggiornado relato de guerra diseñado para el consumo infantil. En dibujos animados populares como Transformers, en donde los buenos “Autobots” luchan contra los malvados “Decepticons”, máquinas animadas japonesas se transforman de vehículos mundanos a sistemas de armas futurísticos. Al mismo tiempo, proliferaban equipos de figuras de acción, del tamaño de las de La guerra de las galaxias y relacionadas con esas series, que fueron llevadas a millones de hogares en donde los nuevos escenarios de guerra podían representarse.
En esos años, los temas del estilo de La guerra de las galaxias también empezaron a penetrar en el mundo del entretenimiento para adultos. Comenzando en 1983 por el sorpresivo éxito de taquilla de la película Uncommon Valor, fantasías de venganza de derecha como Missing-in-Action (1984) llevaban a guerrillas norteamericanas de regreso a “Vietnam”, para rescatar pilotos cautivos de las prisiones ubicadas en la jungla y empantanar a los comunistas aquí, en la Tierra. En un subconjunto de estas fantasías – Red Dawn (1984) y la serie de televisión Amerika (1987) son los principales ejemplos-, la acción tenía lugar en un futuro en el que Estados Unidos había sido conquistado y donde guerrillas locales luchaban para liberar el país de la ocupación del imperio soviético. Mientras tanto, fusiones de tecnología y humanidad que iban desde Robocop a Arnold Schwarzenegger comenzaron a proliferar en las pantallas para adultos. En 1985 y 1986, dos grandes éxitos fueron protagonizados por fusiones de hombres y máquinas. En su rol de Rambo, Sylvester Stallone era una “pura máquina de luchar”, con músculos y armamento para demostrarlo; mientras que en Top Gun, Tom Cruise hacía el papel de un “inconformista” en motocicleta que pasaba de ser payaso a convertirse en un capo al fusionarse con su jet de la marina mientras se elevaba hacia la victoria contra las malvadas máquinas agresoras del imperio, los MIGs libios.
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Juegos de Guerra en el mundo de los adultos
Tuvo que pasar cierto tiempo antes de que los líderes políticos se pusieran a la par de los escenarios de batalla de George Lucas. Durante los años en que él producía La guerra de las galaxias, los presidentes de los Estados Unidos del período posterior a Vietnam la pasaban mal en su intento de organizar cualquier tipo de narrativa. En el mundo real, no parecía haber ningún tipo de espacio exterior similar al de Lucas en el que se pudiera escapar del trabajo de deconstrucción que Vietnam le había hecho al relato de guerra. Las fuerzas armadas eran un caos; el público, según las encuestas, estaba en contra de que tropas norteamericanas fueran enviadas a combatir a donde fuera; y los antiguos enemigos eran ahora socios negociadores en una nueva détente.
Tras haber heredado de Richard Nixon una presidencia colapsada, Gerald Ford intentó solo una vez demostrar resolución militar. En mayo de 1975, un mes después de la caída de Saigón, jemeres rojos camboyanos capturaron un buque mercante norteamericano, el Mayaguez. Ford ordenó el bombardeo de la ciudad portuaria camboyana Kampong Son y envió a los marines. De inmediato atacaron una isla en la que la tripulación del Mayaguez no estaba prisionera, horas después de que buque y tripulación hubieran sido liberados, y pelearon una amarga batalla sin sentido, que les costó 41 muertes. El evento parecía burlarse de la bravura norteamericana, confirmando que el rescate, al igual que la victoria, se había les escurrido entre las manos.
Jimmy Carter, electo como presidente en 1976, la pasó incluso peor. Frente a lo que bautizó como un “malestar nacional” inducido por Vietnam, propuso en pocas palabras que los norteamericanos se involucraran en el “equivalente moral de la guerra”, movilizándose y sacrificándose en el frente interno para lograr independencia energética del cartel del petróleo de la OPEP. El público, sumergido en una recesión de tiempos de paz, respondió sin entusiasmo.
En 1979, en un momento decisivo de su presidencia, Carter observó con impotencia cómo jóvenes seguidores islámicos del iraní Ayatollah Khomeini tomaban prisioneros a 52 norteamericanos en la embajada de los Estados Unidos en Teherán y los mantenían cautivos durante 444 días. En abril de 1980, “Desierto Uno”, un asalto militar ordenado por el presidente para rescatar a los prisioneros, fracasó estrepitosamente en el desierto iraní, y el presidente se vio obligado a pasar el resto de su mandato contra un telón de fondo televisivo de cautiverio y humillación que parecía no tener fin y resaltaba la impotencia norteamericana.
Recién con la presidencia de Ronald Reagan comenzó verdaderamente una reconstitución al estilo de Lucas del relato de guerra a nivel gubernamental. El nuevo presidente definió a la Unión Soviética, en términos propios de La guerra de las galaxias, como un “imperio del mal”, mientras que el ejército comenzó a hacer publicidades televisivas para la conscripción en las que hacía alarde de armamento espacial y exaltaba los placeres de estar “allí afuera” en busca de los “tipos malos”. En Nicaragua, Angola, Afganistán, y en cualquier otro sitio, el gobierno de Reagan se las ingeniaba para describir a las fuerzas que apoyaba como “luchadores por la paz” en inferioridad numérica que luchaban para repeler una abrumadora marea de maldad imperial. Esta vez, seríamos nosotros quienes golpearíamos y nos escabulliríamos, y así y todo nosotros –o nuestros suplentes- conservaríamos el armamento de alta tecnología: minas para sus puertos y misiles Stinger para sus helicópteros.
Mientras tanto, los asesores descubrieron durante una intervención en Granada que, si se tiene un buen control de los medios y se actúa con velocidad, se puede producir el equivalente a una fantasía de guerra en el espacio exterior aquí en la Tierra. No sorprende que un grupo de oficiales subalternos de la Universidad del Comando del Ejército en Fort Leavenworth, responsables de ciertos aspectos de la campaña terrestre utilizada contra Irak en 1991, hayan sido apodados los Caballeros Jedi.
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2. El segundo advenimiento de G.I. Joe
Los vuelcos en la historia introducidos por La guerra de las galaxias fueron tomados por la vertiginosa industria del juguete en los años ‘80. Todo juego de “figuras de acción” sería ahora una imitación de La guerra de las galaxias, y cada una de las compañías de juguetes debería enfrentar el problema de Lucas. En un espacio de guerra post-Vietnam, ¿cómo haría un niño, solo en un cuarto, para saber a qué jugar? La guerra de las galaxias ofrecía un universo de película que sus juguetes podían compartir, pero un juguete solo, por su cuenta, necesitaba otro tipo de ayuda.
Más o menos para cuando Ronald Reagan asumió la presidencia, Hasbro comenzó a considerar la posibilidad de resucitar a G.I. Joe, porque el mundo de los juegos de guerra en la Tierra, ya que no en el espacio, seguía estando visiblemente despoblado. Los ejecutivos de la empresa de juguetes eran conscientes de que el nombre Joe conservaba un notorio reconocimiento, no solo entre los jóvenes (que habían heredado muñecos usados de sus hermanos mayores), sino también entre sus padres. La pregunta era: ¿qué habría de ser Joe? Al principio, Hasbro solo había considerado promocionar “una fuerza de tipos buenos”, pero, según H. Kirk Bozigian, el vicepresidente de la división de juguetes para varones de Hasbro, “el cliente va a decir: ¿con quién va a pelear?” Las investigaciones de Hasbro con niños confirmaron que esta era la pregunta crucial.
De hecho, lanzar un equipo de figuras de acción a un mundo en el que, en palabras de Bozigian, “una línea delgada separaba a los buenos de los malos”, requería una cantidad considerable de pensamiento adulto. Aunque Joe habría de ganarse el eslogan de “un verdadero héroe norteamericano”, el departamento de investigación y desarrollo y el grupo de marketing de G.I. Joe (“todos historiadores cuasi-militares tapados”) habían tomado tempranamente “una decisión deliberada de que los soviéticos nunca fueran el enemigo, porque sentíamos que nunca habría de haber un conflicto entre nosotros.” En su lugar, eligieron un enemigo más difuso –el terrorismo- y crearon COBRA, una organización de tipos super malos que no vivían en Moscú sino en Springfield, Estados Unidos. (Los investigadores de Hasbro habían descubierto que había un Springfield en todos y cada uno de los estados… excepto en Rhode Island, en donde estaba ubicada la empresa.)

El relanzamiento de Joe
Pero los equipos de buenos y malos no bastaban. Los niños precisaban contexto. Debía escribirse una “historia” para estas figuras planificadas de antemano, lo que la industria del juguete habría de llamar “un pasado”. Entonces había que buscar la manera de que cada figura ingresara a las casas con su propio pasado, sus instrucciones de juego. En primer lugar, “Joe” fue reducido a un tamaño de 9.5 centímetros, para que su equipo de guerreros pudiera encajar en el universo de La guerra de las galaxias. Luego, se lo rediseñó como un conjunto de figuras de fantasía terrestres (en lugar de soldados “reales”), y equipadas con armamento al estilo de La guerra de las galaxias.
Una serie de libros de historietas de Marvel le dio a los juguetes un formato de relato continuo, mientras que Hasbro fue pionera en el uso del espacio en el reverso del paquete de cada figura para colocar una tarjeta con el perfil del juguete que contenía. Larry Hama, creador de la historieta y de los primeros perfiles, los llamó “expedientes de inteligencia”. Cada Joe o COBRA venía ahora con su propio, estrambótico nombre en clave (desde Air Tight hasta Zartan), y su propia “biografía”. Cada miembro “individualizado” del equipo ingresaría en las casas con un relato en sus espaldas.
Tomemos por caso al “líder del enemigo, el Comandante de COBRA”. Las serpientes venenosas son siempre malas noticias, pero su falta de bondad estaba casi irrisoriamente sobredeterminada. Sin rostro, al estilo de Darth Vader, tenía la cabeza cubierta por una capucha con hendiduras para los ojos, que tenía reminiscencias de la del Ku Kux Clan, y el cuerpo estaba revestido por un mono azul de torturador, guantes de cuero, y botas. Este es su “expediente”:
“Especialidad militar primaria: Inteligencia
Especialidad militar secundaria: Artillería (armamento experimental).
Lugar de nacimiento: Clasificado”.
¡Poder absoluto! Control total del mundo… de su gente, de su riqueza, y sus recursos: ese es el objetivo del Comandante de Cobra. Este líder fanático gobierna con mano de hierro. Exige lealtad y fidelidad absolutas. Su principal plan de batalla para controlar el mundo se basa en la revolución y el caos. Él mismo lidera revueltas en Medio Oriente, el sudeste asiático y otras zonas de conflicto. Es responsable por el secuestro de científicos, hombres de negocios y líderes militares a quienes luego obliga a revelar sus más altos secretos. El Comandante de COBRA es el odio y el mal en persona. Corrupto. Un hombre sin escrúpulos. ¡Probablemente el más peligroso de los hombres con vida!
Más allá de la referencia al sudeste asiático, cargada de significado, él era un enemigo desvinculado del relato de guerra. Solo el perfil que venía en la caja lo separaba de Ojos de Sepiente, un tipo bueno con entrenamiento Ninja que también venía revestido con un mono azul y una máscara con hendiduras para los ojos.
Lanzado en 1982, el Nuevo G.I. Joe demostraría ser el juguete para varones más exitoso del período. Hacia mediados de la década del ‘80, Joe tenía un show de televisión que todas las tardes emitía batallas con efectos especiales en las que COBRA estaba permanentemente en el campo de visión del niño. Después de Joe, la guerra en la “Tierra” se jugaría en modo reconstruccionista. Equipos de personajes buenos y malos cuidadosamente identificados, respaldados por figuritas de colección, dibujos animados, películas, videojuegos, libros, e historietas, y por una horda de productos autorizados estampados con sus imágenes, ofrecerían un elaborado marco de instrucción para el nuevo estilo de juego de guerra. Todo lo que el niño tenía que hacer era leer la caja del juguete, encender la televisión, ir a la tienda de videos, poner la cinta que venía con el “libro”, o tomar un ejemplar de la “revista” del personaje para verse rodeado de un contexto de juego de guerra. Sin embargo, el vacío dejado por el relato de la guerra nacional seguía intacto.

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El nuevo negocio de los juegos de guerra
Al promediar 1993, Hasbro había producido más de 300 figuras G.I. Joe con “alrededor de 260 personalidades diferentes” y vendido centenares de millones. Los equipos enmascarados ya no eran coordinados por un hombre enmascarado y su secuaz, sino por el color, el precio y el armamento; esos “personajes” que había en la pantalla y en los pisos de los niños eran el resultado colateral de una extraordinaria explosión de fuerza vital empresarial, porque el impulso comercial detrás de los juegos de guerra era el verdadero relato de los años ´80. El intrusivo e inquietante mundo de posibilidades comerciales que había observado al niño a través de la pantalla por primera vez tres décadas antes representaba la verdadera cultura de la victoria en el mundo de posguerra infantil.
El nuevo relato de guerra que había producido sólo tenía una relación burlesca con el relato nacional, porque ahora toda “guerra” tenía lugar en un mismo espacio comercial, ahistórico y sobrenatural. Incluso Rambo, convertido en una figurita de acción para niños, se vio inmerso en un combate televisivo de dibujos animados contra el General Terror y su grupo terrorista S.A.V.A.G.E. Mientras varios Ninjas y aborígenes americanos aportaban sus habilidades espirituales al bando de los buenos, en todos los casos el enemigo seguía siendo un constructo vago y frágil, una voz metálica desprovista de todo tipo de carácter racial o étnico; y en todos los casos los límites entre nosotros y el enemigo, entre el equipo bueno y el equipo malo, amenazaban con colapsar y convertirse en una desesperada semejanza.
Con estos personajes, nombres, y tramas, el nuevo relato de Guerra se basaba en una burla constante sobre sí mismo. El enemigo, en el pasado el más serio de los asuntos, era ahora una broma habitual. La malvada organización COBRA, tal como lo describía Bozigian, de Hasbro, estaba hecha de “contadores, asesores de impuestos, y todo tipo de sabandijas lanzados a conquistar el mundo”. La voz burlona de la deconstrucción estaba viva y vendiendo productos en la cultura infantil: como ese mega éxito de finales de los ’80, las Tortugas Ninja.
En el nuevo universo de los juegos de guerra, uno verdaderamente necesitaba un tanteador para poder diferenciar a los jugadores. En el mundo de los libros de historietas, por ejemplo, el relato se había vuelto tan autoreferencial que era casi imposible leer una historieta sobre X-Man y darse una idea de dónde se encontraba uno a menos que hubiera leído los 20 capítulos anteriores. Lo que sigue es parte del expediente de un supervillano de una historieta de Marvel de 1991, que figuraba en una de las ciento sesenta y tantas figuritas que venían con los chicles. Su nombre en clave era Apocalipsis.
“Batallas peleadas: 6344
Victorias: 3993 Derrotas: 2135 Empates: 216
Porcentage de victorias: 63%
Archienemigo: X-Factor
Primera aparición: X-Factor #5, Junio de 1986
Apocalipsis cree que solo los fuertes sobreviven, y que los débiles deben ser destruidos. En su cruzada por deshacerse de todos aquellos que él considera no aptos para vivir, manipula varias facciones de mutantes para que combatan entre sí hasta la muerte…
Sabías que: los antiguos cuarteles de Apocalipsis, una inmensa nave especial con consciencia propia, ahora son utilizados por sus archienemigos, el grupo de superhéroes conocido como X-Factor.”
Aunque se logró recapturar algún tipo de relato, que, con ayuda de la televisión, rodeaba al niño en todo momento, detrás de los efectos especiales había una espeluznante inacción –de la cual, en el nivel de los adultos, la guerra en el golfo Pérsico habría de ser simbólica.
Publicación original de estos textos, en inglés, en TomDispatch, aquí y aquí.


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